miércoles, 4 de febrero de 2009

Caperuzas

“Ah sí da un anno.
Un di felice, eterea,
mi balenaste innante,
e da quel di tremante
vissi d´ignoto amor,
di quell´amor ché palpito
dell´universo intero,
misterioso, altero
croce e delizia al cor.”

(Traviata)



CAPERUZAS

A medio vestir, el hombre luchaba contra los botones de la camisa. Despacio, se dijo, despacio que estás apurado. Se miró al espejo. Pensó en qué corbata eligiría. Cualquiera. No tenía mucho tiempo porque aún debía inventar una buena excusa para el escape. Escape o salida, lo mismo daba. No quería llegar tarde a la ópera. Después de tanto tiempo se merecía una Traviata. Ansioso por escucharla, ni sabía quiénes cantaban. La necesitaba. Una vez más.
Terminó el nudo de la corbata, buscó con la mirada los zapatos. Como siempre, debajo de la cama.
—¡Papá!
Los zapatos quedaron debajo la cama.
—¡Papá! —se repitió el chillido—. ¡Urgente!
Con la corbata flameante, el hombre subió las escaleras mascullando cosas contra la educación infantil.
Al llegar al cuarto de su hija la encontró trepada al armario. Con un almohadón como escudo y su muñeco de Buzz Lightyear como espada, resistía a la niñera.
—¡Bajate de una buena vez, Margarita! —suplicaba la Lucy en vano—. ¡Ay, señor, hoy está imposible!
El hombre advirtió que su tiempo era escaso.
—¿Qué querés, Marguita? —dijo frunciendo el ceño y tratando de impresionarla con su severidad—. Yo tengo que irme, y vos debieras estar durmiendo.
—¿Te vas? —dijo resistiendo todavía los embates—. Antes de irte contame un cuento. Si no, me voy a quedar acá arriba toda la noche. ¡Dale, dale! Quiero que antes me cuentes un cuento. ¡Contame un cuento!
La nena eludió a la empleada y saltó del armario a los brazos de su padre, tirándolo contra el otro armario. El hombre intentó zafar del abrazo mientras reconsideraba la situación.
—¡Contame un cuento! —repitió Margarita puchereando.
Un cuento. Quería un cuento. Ni más ni menos. En ese preciso instante.
Calculó el tiempo que le quedaba y vio que era poco. Una discusión sería larga, perdería más tiempo convenciéndola del apuro que contando un cuento. Buscar otra solución sería inútil, como era inútil discutir con ella. Por otra parte, desde la muerte de su esposa tampoco tenía ganas de discutir, ni con ella ni con nadie.
—Te voy a contar un cuento, pero después te vas a dormir —le dijo con suavidad; y la sentó en la cama, indicándole a Lucy con una seña que él se haría cargo.
—Bueno, papi —dijo Margarita acurrucándose junto a él—, contame mi cuento, que después voy a ser buena.
—A ver… —miró por toda la habitación tratando de inspirarse—. Había una vez…
—¿Todos los cuentos empiezan con “había una vez”? —preguntó ella, y sin darle tiempo a responder, agregó levantándose—: Esperá que cierro la ventana porque tengo frío.
El hombre usó ese breve instante para pensar. Mejor dicho, para inventar un tema que la aburriera un poco y que no despuntara hacia una segunda parte. La tarea no resultaba tan sencilla. No encuentro nada, se dijo, ni aburrido ni interesante. La falta de experiencia no lo ayudaba. ¿Algún cuento con animales? Claro que, considerando la gama de posibilidades que se le abrían, lo descartó. No, no, los animales eran demasiado interesantes y la cuestión podría alargarse. Necesitaba un cuento sumamente breve. Con un suspiro se decidió por lo convencional: contaría el cuento de Caperucita Roja.
Margarita se acomodó y se recostó usando el regazo paterno como almohada. El hombre tragó saliva, y empezó como pudo.
—Había una vez una niñita que se llamaba Caperucita Roja (¿cómo empezar el cuento de Caperucita Roja sino así?). Y Caperucita debía ir a la casa de la abuelita.
—¡Papá! —dijo indignada—. ¿Me vas a contar Caperucita, que ya me lo sé de memoria? Si querés, te lo cuento yo a vos y todo. Mira: “Había una vez una niñi…”
—¡Margarita, por favor! Esta es una versión distinta.
—¿Qué es versión?
—¿Versión? Este… Es como si fuese la historia de Caperucita pero con otras cosas.
—No entiendo.
—Bueno, es como si fuese mi Caperucita.
—No entiendo.
—¡Entonces escuchame y vas a entender! Caperucita debía ir a la casa de la abuelita a llevarle una canasta de flores. Debía ir por el bosque sin demorarse, porque el lobo andaría cerca. Y...
¿Cómo seguiría el dichoso cuento? Y, sobre todo, ¿cómo lo terminaría?
Otra interrupción:
—¿Cómo era tu Caperucita, papi?
Ajá. Conque la salvaje comenzaba a pedir ciertos retoques en la versión clásica…
—Mi Caperucita era una niña de unos siete años. Era pequeña, simpática y buena.
—¡Esa es la Caperucita de siempre, papá!
—Bueno, bueno. Lo que pasa es que, de afuera, todas las Caperucitas son parecidas. Pero esta Caperucita era una nenita un poco pícara, muy movediza y bastante desobediente. Pero eso sí: era la nenita de su papá.
—¿Cómo yo? —Margarita levantó sus ojitos ansiosos.
—Un poco —le respondió mirándola y recordando súbitamente, en esos ojos, otros ojos pardos.
—Tenía un pelo negro, muy oscuro, del color de las noches sin luna. Caperucita iba hacia la casa de su abuelita. El papá, que era el guardabosques, le había advertido que fuera rápido y que no se distrajera. Así fue que Caperucita salió caminando, al tiempo que reflexionaba sobre la cantidad de advertencias que había recibido.
—¿Por qué tenía que reflexionar? —dijo Margarita—. En el jardín nos mandan a reflexionar cuando nos portamos mal. ¿Caperucita ya se había portado mal, o se iba a portar mal?
—No sabemos si se va a portar mal, nena. Y si seguís preguntando a cada rato, yo me voy y no lo vas a saber.
Intentó recomenzar, pero le costaba hilvanar las ideas y darle al relato su tono preciso. El reloj le avisó que ya no llegaba; como sumo, entraría hacia la mitad del primer acto. ¿Qué había en el primer acto? Nada interesante. En realidad se perdería el instante en que Alfredo se enamora de Violeta. ¡Ah, y también cuando Violeta se va enamorando poco a poco al entrever la posibilidad de la redención!
—Al llegar a un claro del bosque —siguió diciendo—, Caperucita se encontró con una figura gris agazapada en el otro extremo. No tuvo problemas en reconocer al lobo del cual tanto le habían hablado. Se lo veía tan triste, que Caperucita no tuvo miedo.
—¿Ni un poquito? —dijo Margarita, incrédula.
—Nada. Solamente se quedó mirándolo. El miedo le era ajeno, no pensó en huir. Fue una lástima que no lo hiciera porque sin darle tiempo a reaccionar la agarró y se la metió en una bolsa, oscura y profunda. Luego, se dirigió a su cueva dando grandes zancadas.
También debería obviar el fin del primer acto, dónde Alfredo declara su amor y conquista a fuerza de música a su amada. Con ese amor que es el palpitar del mundo entero. Misterioso y etéreo. Cruz y delicia al corazón. Cerró los ojos y recordó la escena. No importaba. Se convenció de que lo bueno comenzaba en el segundo. Decidió apurar el trámite. No sabía cómo. —Caperucita sabía que su padre vendría a buscarla en cuanto advirtiera su tardanza. Y viniendo su padre nada tendría que temer. Por otra parte, nunca había terminado de entender el porqué de la maldad del lobo. Ni creía que fuera tanto como se decía. Mas bien era una leyenda de la gente que no sabía vivir feliz. Y como ella era feliz no la creía. A pesar de las prevenciones de su papá.
Tomó conciencia de que el cuento se le escapaba de las manos. Misteriosos fantasmas lo asechaban. Se habían mezclado cosas que él se guardaba celosamente. Supo también que había esperado derrotarlos en la ópera a fuerza de música. Se uniría al tenor y juntos derrotarían al común enemigo.
—Mientras tanto su padre cayó en la cuenta que su niñita tardaba demasiado y, maldiciendo su torpeza, tomó su gran hacha y salió corriendo hacia el bosque.
—Había una larga historia de rivalidades entre ambos. En realidad era una rivalidad existente entre sus especies. Una rivalidad connatural. Eran viejos enemigos por cuestiones también viejas. Se odiaban y se temían”.
Pero el segundo acto no duraría mucho más. Mejor, porque la escena donde el padre de Alfredo convence a Violeta de que lo dejara por amor a su otra hija es muy triste. Imaginó la voz del barítono envolviendo el teatro, al tiempo que se mezclaba con la música de la soprano, con un contrapunto de una insoportable belleza.
—¿Y el papá tenía miedo?— la pregunta lo volvió a la realidad.
—El papá no temía por si sino por Caperucita— prosiguió —No tardó en encontrar la vieja cueva del lobo. Vieja como el hombre. Sin preámbulos tiró la puerta de un hachazo. Este lo esperaba, con la enorme bolsa que contenía la niña, colgada al cuello. En cuanto lo vio tomó una vieja guadaña que tenía cerca de la mesa. No necesitaron decirse nada porque sus ojos se conocían.
El tercer acto no importaba. ¿Qué importaba la lucha de Alfredo con su rival? El ritmo de lo fundamental se perdía un poco en la furia de Alfredo porque su amada lo ha traicionado. No sabe que lo ha dejado por un amor más grande. No sabe que está por morir.
—Y la lucha comenzó en forma silenciosa. Con saña y furor. El hombre sufría en cada intercambio de golpes, pensando que podía ser el último. Casi prefería recibir y no dar pues no quería lastimar a la niña. El lobo en cambio estaba tranquilo. Sabía que sólo podía ganar. Sabía de lo infructuoso de la lucha y de lo seguro de la presa. Que la quería para herir al hombre, en forma más dolorosa que con el golpe de la guadaña.
El último acto sería terrible. La agonía de Violeta se desarrolla en una melodía de amor que es la misma melodía con la que había cantado su amor por Alfredo. Y él pidiendo perdón solloza promesas de un amor tan eterno como fugaz... Todo recordaría que la muerte siempre vence.
—El guardabosque por un momento pensó en llegar a algún tipo de pacto, de pedirle al lobo que tomara su vida por la de su niña, pero viendo esos ojos grises e implacables supo que no debía albergar esperanzas. Y, tomando una decisión última y extrema arrojó el hacha contra una de las terrosas paredes. Se consideró vencido, y prefirió morir, con intención de poder sufrir el mismo fin que su niña, pero, el lobo dando muestras de su odio refinado se llegó hasta la puerta y dejando la guadaña sobre la bolsa huyó”.
—Papá, ¿por qué si huyó decís que mostró un odio refi-no-se-qué?
—Porque la niña... dormía.
—¿Dormía? ¿Y eso es malo?
—Dormía, pero no despertaría nunca. El guardabosques tomó conciencia que el vivía. Solo.
Nunca supo que pasó luego. Cuando el rayo de sol penetró con fuerza el cuarto, a las diez de la mañana, se despertó en el regazo de su hijita, que con esa mirada serena que tanto le recordaba a su madre, pasaba sus manitas sobre su enmarañada cabeza ahuyentando el resto de los torturadores recuerdos.

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