jueves, 14 de mayo de 2009

Como todos los días



Aun mirando hacia abajo, el hombre tropezó con el cordón de la vereda. Soltó una obscenidad y se examinó el pantalón por si se había ensuciado. Nada.
Un lindo efecto: el sol enredándose en las amarillentas copas de los árboles. Y el toldo del bar daba una fresca sombra. Igual el día es una mierda, se dijo. Y se dijo también: Por qué la tengo que extrañar tanto. Por qué carajo. Más que extrañar, la añoro. ¿La añoro? Sí, la añoro. Se extraña a quien no se ve desde hace mucho, pero se añora a quien comparte la vida con uno.
¿Y esa distinción? ¿De dónde salía? Eran razonamientos raros, ajenos a un oficialito de la Federal. No sé, se dijo. No importa. La Policía me importa un bledo. Bastantes horas le doy. Lo verdaderamente difícil era entender por qué añoraba a quien veía a diario, a quien era parte de su vida.
A ella la añoro, a ella la extraño. ¿Qué más da?
Se alisó la ropa —iba de civil— y entró al bar. Quería un café caliente que lo reanimara. Como todos los días, debía esperar cerca de una hora antes de buscarla a la salida de Derecho. Sólo pensar en un capuchino caliente le devolvía el amor a la vida. Había elegido con cuidado el lugar: “Rond Point”, en pleno Palermo Chico. A ella no le parecía bien que entrara en cualquier “tugurio de mala muerte”, como solía decir. Y tenía razón: yendo a sitios de primera, él evitaba encontrarse con alguien que tuviera cuentas pendientes. Aunque nunca se sabe, pensó.
Esa chica era un sol. ¡Cómo lo cuidaba! Se notaba que lo quería.
Prestó atención. ¿Dónde sentarse? Miró a su alrededor y sopesó las posibilidades. Encontró un buen lugar al fondo, junto a una coqueta columna. Lo importante era que desde ahí podría triangular todo el boliche.
Le pareció que el mozo lo miraba con insistencia: acaso lo había reconocido como policía, a pesar de que iba de civil. ¿Lo miraba con desconfianza, además? Cargoso. ¿Y si se dio cuenta, qué? ¿Cómo qué? Que no pego en un lugar como este.
La voz del mozo lo sobresaltó:
—¿El señor se va a sentar en algún lugar en especial?
Claro, se había quedado parado como un estúpido pensando pavadas.
—Sí, sí. En cualquier lugar.
En cualquier lugar no: se sentó en un rincón bastante apartado, como queriendo disimularse detrás de la columna; la costumbre de buscar un sitio desde donde poder mirar todo el local. No terminaba de habituarse a lugares como ese, demasiados pitucos para un pobre agente. ¡Cómo lo joderían sus compañeros si lo vieran...!
—¿Qué se va a servir el señor? —el mozo miraba distraído su bandeja. Ni siquiera le ofreció la carta.
—Un capuchino.
—¿Algo más? —seguía sin mirarlo—. ¿Algo para comer?
—No, gracias.
—Disculpe la pregunta: ¿el señor espera a alguien?
—No, no —se apuró a contestar.
—En ese caso le pediré que se siente en una mesa para una sola persona. Estas la tenemos para cuatro.
Bien, se trasladó a la otra mesa. Se sentó con impaciencia y procuró tranquilizarse. Idiota. Mozo idiota. Pero ya no puedo irme. Ya tuvo lugar la “ceremonia” del pedido. Miró con detenimiento las maderas lustrosas de las paredes. Ella lo aprobaría. Otra vez el mozo interrumpió sus pensamientos.
—Su capuchino, señor.
Se apartó hacia atrás para que el mozo depositara su carga en la mesa. Al apoyar el vaso del capuchino, al tipo se le volcó un poco de la espuma. Torpe, además de idiota. Y encima ni se disculpó, más bien todo lo contrario:
—¿El señor tendría la amabilidad de abonar la consumición? —y esta vez sí lo miraba a los ojos.
Sin lugar a dudas, él desentonaba; pero de ahí a que se fuera sin pagar... No le hizo caso y sacó la billetera.
Mientras revolvía con la cucharita evitando hacer ruido, volvió a sus meditaciones.
No estaban pasando buenos momentos. Si sólo ella comprendiera que ese era su trabajo. Tenía que entenderlo. El hecho de arriesgar la vida era, en cierta forma, accidental: la mayoría de los policías se retiran con todos los huesos sanos, después de años de servicio. Además, él se ocupaba del papelerío de la comisaria. En una oficina le pagarían más, pero...
Estaba bien que ella se ocupara por su salud, pero no había que exagerar. También era cierto que, como ella decía, así era difícil vivir como un verdadero matrimonio. Imaginó la discusión:
“¿Y los chicos? ¿Tendrán un papá?”
“Claro que van a tener un papá. ¿Vos creés que los policías no tienen hijos, acaso?”
“Ja. Los policías no ven a sus hijos. ¿Cómo los van a ver, si laburan —error: ella no diría laburan, diría trabajan— veinte horas por día.”
“¿Y qué hago? ¿Cómo mantengo la casa si no es como poli?”
Punto muerto de la discusión.
Otra:
“¿Cómo explicarles, por ejemplo —ella era hermosa hasta cuando se enojaba—, que te mataron en acción? ¿Llevándolos a ver cómo me entregan una banderita doblada en cuatro?”
“Y yo qué sé, eso solamente lo vi en las películas. Pero me parece que a vos te molestaría más tener que explicar que me mataron, que el hecho de que me hayan matado.”
“Tarado que sos. A esta altura me molesta todo. ¿Cómo les explico a los chicos que papi no va a volver a verlos, y encima que lo cosieron a tiros por un sueldo que no alcanza para nada?”
No. Así no podrían tener hijos. Y ella los quería... En este punto la discusión terminaba y empezaba el llanto. Que no me entendés. Que sí te entiendo pero no sé qué hacer. Que no me querés. Que sí te quiero, tonta. Que no me digas tonta y que resuelvas todo este lío. Que ya vamos a ver.
Le llamó la atención el hombre que no bien entró pidió pasar al toilette: cierta vacilación sospechosa.
Calma, se dijo: ya veía chorros en todos lados. ¡Ah! Y estaba la cuestión de su familia, las relaciones sociales y todo eso.
“¿Cómo?”
“Sí, las relaciones. Nuestras relaciones. Y no estoy hablando de la cama”
Acá sí que él pondría cara de tonto.
“De nuestros amigos hablo. Todos tienen buenos trabajos, plata, autos como la gente, viven en countries, etcétera.
“Sí, claro. Etcétera.”
“¿Perdón? —sus ojitos llorosos y soprendidos—. ¿Perdón?”
“Que tus amigos, mi querida, tienen cara de etcéteras. Son todos iguales. Todos etcéteras”
“Ahá. Faltaba eso nomás. Agarrártelas con mis amigos. Con nuestros amigos. Ahí está la madre del borrego.”
“La que está ahí es la madre de Dorrego”
“¿Qué? No seas tan ordinario”
“Y vos no seas tan tonta”
Más llanto. Lágrimas, reproches y más lágrimas.
Era un hecho: ligado a maleantes todos los días, él perdía roce. Ya no sabía comportarse de manera amistosa ni rodearse de amigos. Y sin contar con que llegaba demasiado cansado, sin más ganas que tirarse en el sillón. Ella lo atendería entonces, si podía olvidarse por un rato de todo eso de los libros y de la facultad. Y bien, él no tenía ganas de ver a nadie; ella le bastaba, sólo ella.
Como en un sueño, vio al recién llegado salir del baño y dirigirse a la caja. “Siempre ves asesinos en todos lados —ella se enfadaría al ver que mezclaba la profesión con un momento de tranquilidad—. ¿No podés quedarte tranquilo un rato? ¿Que hacés mirando la zona de los baños?” —a una chica de su clase ni siquiera se le ocurriría echar un vistazo a la zona de los baños.
Como fuese, el sujeto sacó una pistola y apuntó alternativamente al encargado del lugar y a los pocos clientes que había en la barra. Él siempre había pensado que ante una situación así lo invadiría una catarata de adrenalina pura; nada de eso: sintió fastidio, como un abogado ante la obligación de redactar un largo escrito. Lentamente, cumpliendo un antiguo ritual, se levantó desenfundando la Browning.
—¡Quieto! ¡Policía!
Y apuntó al hombre, que a su vez lo encañonó.
El mozo lo miró con cara de “yo pensé que vos eras el chorro”.
Las miradas, las armas, tenían una recíproca dirección; en cambio, los pensamientos de él volaron una vez más hacia ella: ¿qué pensaría si lo viera ahora, con un sujeto apuntándole al corazón…? Se desmayaría, seguro.
Aunque discutían cada vez más seguido, lo único que ella buscaba era su bien. Enamorada y todo, además quería una familia.
“¿Tan difícil es trabajar en un lugar normal, sin necesidad de jugar a los héroes?”
“¿Qué juego, nena? Si la comisaría es puro trabajo de oficina. Puro aburrimiento.”
Pero estar frente a frente con un tipo que te apunta ni es aburrido ni parece un juego.
Él avanzó unos pasos, sin bajar la Browning. Le hablaba, le decía lo de rigor, lo que les habían repetido hasta el cansancio: que te entregués, que no hagás locuras, lo de siempre. Los ojos del hombre eran su guía. Iba mal. A unos diez pasos, esos ojos le dijeron que no avanzara más o produciría el desastre.
De reojo advirtió que no le quedaba tiempo. Ella salía siempre en punto. No podía hacerla esperar. Por otra parte la situación no mejoraba. El otro, muy pendejo, se veía desbordado. Sus ojos mostraban paulatina desesperación, en cualquier momento perdería la calma. ¿Cómo explicarle que lo dejaría ir? Que no le interesaba el asunto y que, incluso, le causaba un trastorno porque estaba en juego la razón misma de su existir. Que tenía un problema mayor que el de un simple chorro sin experiencia. ¿Por qué le hacía esto?
Y los tiros se oyeron al unísono.
Nadie podría decir quién disparó primero. Se vio a uno de los hombres caer desparramando mesas y sillas, y al otro darle instrucciones al tipo del bar. Que llamara a la policía y esas cosas. Siempre lo de rigor. Él se comunicaría luego. Ahora tenía una cosa que hacer.
Salió a la calle, desaforado. Le explicaría y ella entendería. Le quedaban escasos tres minutos y cinco cuadras. Recuperando aliento en la vereda de enfrente, se preguntó por qué se retrasaba su amor imposible.
Entonces, como todos los días, los vio salir de la facultad.Ella, como todos los días, perfecta y radiante. Como todos los días, del brazo del otro. El verdadero, el marido. Teniendo para él, apenas, una mirada circunstancial. Como todos los días.

jueves, 23 de abril de 2009

Frescuras

“Llaves en mano, Adán considera ese montón de trapos y envoltorios que se arrebuja en el umbral. Pero aquel hombre o no dormía o ha despertado, porque ahora se pone de pie y aguarda mansamente, como si aguardar fuera su gesto ineluctable. A la luz del farol esquinero, Adán contempla un rostro de barbas cobrizas y dos ojos entre consternados y alegres.” Leopoldo Marechal “Adán Buenosayres”




FRESCURAS INCLEMENTES

El Otoño no siempre se anuncia como debiera. A veces llega de una forma sibilante e inesperada y trae una serie de inconvenientes de índole práctica. A veces llega su osadía a hacernos poner un chaleco.
Algunas personas no salen tan bien libradas en dichas circnstancias. En efecto, un par de horas antes del mediodía, en una callecita del microcentro de Buenos Aires se encontraba recostado un mendigo. No parecía ser un mendigo común. Si se lo miraba con algún cuidado advertía de inmediato que salía de lo normal. Quizás fuera esa mirada, entre serena y orgullosa. O ese desaliño prolijo que lo hacía aparecer elegante en su miseria. O el hecho, curioso por demás, de que si alguien se detenía a contemplarlo, notaba que no pedía limosna. A veces la recibía, por la inercia típica de su situación, pero no la pedía. Por lo menos no parecía pedirla.
Este personaje sostenía la curiosa tesis de que el invierno es discriminatorio (por usar una palabra de moda). El invierno sólo es sufrido por los pobres. No parece que se pueda discutir esta afirmación en verano. No es la época propicia. Y menos se lo puede realizar sentado a la lumbre de una computadora, como la que escribe éstas líneas. Así que mejor dejar sin cuestionamientos dicha afirmación. Lo cierto es que al observarlo uno tomaba conciencia de su indudable miseria. Nunca nadie supo a ciencia cierta quién era y cuál había sido su pasado. Tampoco generaba demasiadas conjeturas porque lo cierto es que pocos le prestaban alguna atención.
Su rutina era vivificadora y consistía en procurar comida y en evitar el frío. Ninguno de los dos propósitos eran conseguidos con facilidad. Mas bien eran pocas las veces que los lograba. Pero hay que consignar que no eran esos menesteres su preocupación vital.
Ese día se había despertado a las diez, con cierto sobresalto. No sabía por qué, pero supo que esta era su realidad matutina. Recordó aún dormido que hacía unos días en los cuáles apenas había probado algún bocado. Y sentía, por ende, cierta debilidad.
Lo primero que rompió su tranquilidad fue la aparición de esa señora gorda. En realidad no era gorda, pero es como si lo fuera. El prototipo de lo que se denomina mujer gorda. Su cara tenía los colores de un cuadro expresionista, sus vestidos daban la sensación de ser una mercería ambulante y su andar recordaba que el equilibrio puede ser una realidad grotesca. Cuando pasó por el costado del hombre no lo vio. Se detuvo unos diez pasos más allá, se dio vuelta y retrocedió hasta el sitio en el cual se encontraba.
Mientras hurgaba en las tenebrosas profundidades de su enorme cartera en busca de alguna moneda comenzó un edificante dicursillo sobre la conveniencia de una vida ordenada y de las bondades del trabajo como sostén de la vida social (se ha sabido que un par de frases las había sacado de la conferencia pronunciada con motivo de su último encuentro-té-canasta-bridge-y-otras distracciones a beneficio de las madres solteras asoladas por la inundación del Río Reconquista).
La cuestión es que, ya sea porque no encontraba una moneda lo suficientemente pequeña, o porque se entusiasmara con su labor a favor de los pobres, lo cierto es que su oratoria desbordó y comenzó a demorarse más de lo necesario. Y el mendigo reaccionó de una forma un tanto insólita y la escupió. En realidad se puso a escupir de un modo sistemático todas las baldosas que circundaban a la de la pomposa mujer.
En mala hora se le ocurrió. Ella lo tomó como la ofensa mas increíblemente desfachatada que sus ojos hubieren podido contemplar- repitiendo las palabras textuales que usó después. El escándalo fue mayúsculo y el relatarlo es penoso. Baste con decir que media hora después el mendigo iba demorado en un patrullero por promover un incidente en la vía pública. La celda no era mala, el día pasó rápido, frío no hacía pero el hecho puntual es que no comió. Al atardecer, con los primeros frescores fue dejado en libertad.
Al día siguiente, cuando trataba de encontrar un lugar donde poder asearse, se topó con un señor de mediana edad, de aspecto bondadoso, y traje de buen vestir. Rezumaba abundancia. Y comenzó a explicarle que en realidad lo que a él le sucedía es que de seguro nadie lo había contratado porque sus antecedentes lo hacían dudoso. Que le ofrecía la posibilidad de encarrilar su vida, que lo contrataría, etc. Lo peor del caso es que comenzó a seguirlo hablando sin cesar.
La mente del mendigo seguía buscando su lugar para el aseo, y el hombre bien intencionado que lo seguía sin dejar de hablar, hasta que sucedió lo inevitable. El andrajoso se dio vuelta y murmurando en forma ininteligible, se lo sacó de encima propinándole un severo empujón. Con tanta mala suerte que lo hizo frente a un agente policial que no dudó un instante en llamar al correspondiente móvil, que lo envió a pasar el rato a la seccional. No se puede decir que haya estado mal pero lo cierto es que nadie le ofreció comida.
Temprano se despertó, acuciado ya por un sensación cada vez más acentuada de debilidad. Cumplió, como cada día con sus pequeños ritos, pero con la idea implícita de saciar su tormento. Se dirigió a un bar con la idea de conseguir alguna sobra. No llegó lejos pues un funcionario lo detuvo en la puerta de un pituco restaurante adonde solía conseguir restos de vez en cuando. Supo de inmediato que era un funcionario porque nadie podría dudar un minuto de la condición de aquel sujeto. Si bien tenía una aspecto que recordaba al filántropo anterior, su ceño adusto y sus aires de importante seguridad en sí mismo lo hacían inconfundible.
El andrajoso hambriento bajó los brazos resignado. Sintió al verlo que no tenía escapatoria, como si lo hubieran sitiado adrede. Todos tenían un mismo e inevitable propósito. El funcionario comenzó a interrogarlo. Y él se resignó. Y escuchó, pero no respondió a las miles de preguntas que se le vinieron encima, como sanguijuelas de su ya atormentado cerebro. Que dónde vivía, que quien era, su nombre, datos filiatorios, edad profesión y otras cosas. Que de qué vivía y como quien no pregunta nada especial hizo lo realmente grave. Le preguntó para qué vivía. En ese momento el mendigo se transfiguró.
Como en un ataque de una extraña locura, lo corrió, entró al lugar y haciendo un alarde de agilidad saltó a la mesa más próxima, y de ahí saltó a la otra, hasta recorrer todas las del lugar. Luego se encaramó a la barra donde alcanzó a ver al encargado discando desesperadamente a la fuerza pública. Cuando esta llegó lo encontró balanceándose colgado en la enorme lámpara que presidía desde tiempos inmemoriales el lugar. Fue ella la que lo condujo hacia ellos al romperse en medio del estrépito y de la huida de toda la selecta concurrencia. Fue el caos total y es lógico suponer en donde terminó el día el haraposo descontento. Volvió a su lugar pasada la medianoche.
Al día siguiente, a mitad de la tarde, lo encontraron dormido. Con una sonrisa que quién sabe si no significaría que se daba por satisfecho.

jueves, 16 de abril de 2009

CONFESIONES


Montado en su Honda 750, aquel hombre recordaba al viento, caprichoso y fugaz. Las calles de Puerto Madero se diluían en su velocidad. Bien lo sabía: todos estamos solos, todos vivimos solos. Todos estamos en una moto. Solos. La familia, los amigos, las aficiones son apenas intentos de remediar esta gran verdad: cuando llega la noche, nos encuentra solos.
Giró a la izquierda por Belgrano sin respetar el semáforo. Acelerando cruzó Paseo Colón sin ver los dos camiones que a duras penas consiguieron frenar. No oyó los insultos ni los bocinazos. Se encontró con una plazoleta y recién ahí se detuvo frente al edificio de la Aduana. Miró las pensativas figuras y luego recomenzó la huída.
Porque huía.
Es cierto, se dijo, la soledad y la depresión han sido nuestras compañeras desde siempre. Nadie entendía muy bien por qué, pero era así. Quizá simplemente fuera una muestra de lo que implica la natural sociabilidad humana. Una muestra triste. Sí, sí: el subte se encarga de corroborar esto cuando entrega de sus vías, al igual que su primo el tren, a algún desdichado que lo ha elegido por último amigo.
Cruzó Leandro N. Alem y prosiguió su carrera por la calle Moreno. Dobló en la calle Reconquista y al llegar a la calle Alsina frenó en seco.
La soledad. La depresión. De esas compañeras huía él, huía azorado de su audacia. Y eso que toda su persona rezumaba éxito y abundancia. Alto y fornido, de cuarenta y largos años, era la imagen del árbol maduro que inspira seguridad y confianza. El rostro surcado por miles de batallas amorosas aumentaba su atractivo y auguraba fortaleza. Sus ojos celestes, profundos, disimulados por sus cejas de color indefinido, mezcla rara de rubio y blanco, prometían misterios. Su expresión hablaba de una niñez consentida. Nunca se supo de una mujer que hubiera resistido sus encantos, y cada una engrosaba una larga lista que rezumaba experiencia. Experiencia que a su vez le reportaba más mujeres.
Un enrejado que cobijaba un gran patio formaba. Frenó con brusquedad en el atrio de una iglesia. Dejó la moto y entró.
Había pocos fieles dentro de la basílica, pero se sintió en falta al percibir esa atmósfera de reflexión que a él le era tan ajena. Las meditaciones de los demás eran como un viento que intentaba penetrar a través de su campera de cuero. Sus preocupaciones adquirían entonces el color grisáceo de las inmensas paredes. Del mismo modo que esa estatua dorada interrumpía la monotonía de las mismas, algunos recuerdos gratos conmovían sus tristezas.
El trajinar de gente parecía haber cesado luego de la misa de nueve y el silencio se hacía dueño absoluto del lugar. Ante el desierto de esa aparente desolación se alzaban a la vista pequeñas casitas que semejaban oasis. No eran otra cosa que confesionarios; parecían prometer un poco de paz.
Pero no era a confesarse a lo que había venido. No todo era tan sencillo. La nada se asemejaba al todo como el vacío de la cúpula al cielo. En esa certidumbre pasó revista a su vida y ese desierto terminó de desalentarlo. De nada servía hablar. El tiempo había pasado y el tiempo se vengaba.
Recorriendo con la mirada las paredes del templo se dedicó a recordar. Halló soledad en su infancia. La familia tipo en la que se crió había sido tempranamente impactada por la muerte de su hermano. No tuvo otro y creció bajo la condena de haberse convertido en único hijo. A sus espaldas se acumularon todos los deseos y frustraciones de sus padres modernos. Porque no cabe duda de que eran modernos. Lo habían educado conforme a las más modernas teorías pedagógicas y eso les daba derecho a considerarse modernos. Sólo con verlos se comprobaba que de tan modernos se habían transformado en postmodernos.
Por otra parte, ellos tenían razón al afirmar que habían consagrado toda su vida al cuidado del vástago sobreviviente. Nada más cierto. Tanto como el hecho de que de niño había carecido de la mínima capacidad de sobrevivir en un ambiente adverso. Llamó su atención desde un nicho lejano la estatua de uno de los tantos santos que custodiaban el lugar.
La vida siempre igual, el surco ya trazado, la misma visión de las cosas. Acaso ver algo nuevo sería toda su esperanza. Su posible salvación. Como cuando había descubierto el mundo desde la alta montaña. Hasta ese momento, había visto la realidad sin ver nada en particular. Desde allí se advertían las cosas desde el punto de vista del absoluto. Lo particular, la pequeña minucia de todos los días, había carecido de sentido desde la inmensidad, y el aire que entraba a torrentes en sus pulmones de ciudad lo habían invitado a subir más alto, a remontar vuelo.
Consagrado a estas reflexiones, y sin darse cuenta, comenzó la ascensión.
Una vez más la realidad lo frenó en seco. ¿Cómo subir?
Miró a su alrededor. Ante una virgen rodeada de flores divisó un reclinatorio. Serviría.
Lo levantó de un solo movimiento. Las viejas maderas se quejaron y el hombre creyó que el eco no se disolvería nunca. Llevó su carga hasta el confesionario. Cuando lo soltó el retumbe fue más duradero. Ya no importaba. De un salto se subió al reclinatorio y de otro salto llegó al techo de la casita. Los gemidos de la madera fueron música.
Desde el techo a dos aguas, las cosas se veían distintas. Por si acaso se tomó de la cruz. Contempló los escasos feligreses. A decir verdad, a pesar de los cambios de ángulo, no notó grandes diferencias.
—¿Qué hace, hombre…? ¿Se siente bien?
Advirtió la mirada de estupor de la mujer de esos últimos bancos: tal vez no le sacaba los ojos desde que él había entrado. Pero más llamó su atención el santo que, ahora, se hallaba a su alcance. El atuendo le indicó que se trataba de un guerrero, de un rey medieval. Uno como el que él mismo, de muy niño, había soñado ser. Descarnada, eficaz, la realidad, en complicidad con el tiempo, le había demostrado que aquellos sueños no servían. Advirtió que había olvidado tal ilusión, y se sintió culpable.
—Hay que llamar al Padre Gabriel —dijo una voz desde el abismo, y otras se le sumaron.
El comentario le dio rabia y hasta pensó en tirarle algo a aquel estúpido. Palpó sus bolsillos, encontró su vieja navaja suiza. Pero no iba a perderla en un tarado cualquiera. Si fuera el caso, no alcanzarían los cuchillos del mundo…
La mirada serena del rey se correspondía con una enorme espada que, vertical al suelo, le llegaba al pecho. Se aferró a ella, izándose hasta el nicho. Entonces observó de cerca al anciano. Era de su altura. Codo a codo con el rey, observó toda la Iglesia recorriéndola como quien se pasea por sus dominios. Ahora notaba un poco más la diferencia, a la vez que la gente comenzaba a reunirse a su alrededor. Tomó conciencia entonces de que había un nuevo punto de vista: el de su regio compañero. En tanto, los súbditos de abajo apreciaban su presencia: esta vez no pasaba desapercibido.
Miró hacia arriba y descubrió una especie de reborde. El interrogante lo acució. Imaginó lo que vería desde allí y se estremeció de puro gozo. Pero su madre no lo aprobaría: era muy alto. Su padre vería el problema desde una óptica pragmática: “Jamás lo lograrás” —le hubiera dicho, concienzudo y solemne—. “No tendrás un punto de apoyo confiable”. No entendían. Consultó a su amigo sobre la posibilidad. Sus ojos tenían la respuesta. Poco le costó encaramarse en los hombros. No, no, imposible: ni siquiera con el salto llegaría. Intentó solucionar el problema aprovechando los centímetros generosos que le ofrecía la corona. Sólo podría saltar una vez.
Y saltó.
Un murmullo cerrado del público que se congregaba: ¡sus manos se asían desesperadas a la escasa cornisa! Escasa pero hospitalaria.
Le costó trabajo terminar de subir. Bastante trabajo. Cada pierna ocupaba un lugar preciso, codiciado también por la otra, y el cuerpo entero pugnaba por fundirse a la pared. Cuando lo logró —alegre porque lo había logrado— advirtió que el sudor lo cubría. Y su amigo el rey lo aprobaba con beatífica sonrisa.
Satisfecho, se detuvo a escuchar las voces de abajo. Lo divirtieron sobremanera:
—Un loco —declaró con abrumadora certeza una señora alisándose el pelo, desdeñosa—. Es un loco que no tiene nada más que hacer que interrumpir nuestras devociones.
Había quien lo tomaba por un ladrón, un lunático que insistía en llevarse algún preciado tesoro.
—Lo que me molesta —dijo un estudiante con los pelos brillosos que le hacían juego con los zapatos recién lustrados— es que haya usado la corona para saltar.
—¡Sacrílego! —le gritó un señor de sobretodo.
¿Sacrílego? Ellos eran los sacrílegos: demoraban su atención en lo único que realmente no era importante del lugar, miraban hacia arriba pero debían mirar hacia adelante.
—¿Qué miran, bestias? —se atrevió a decirles. Eran patéticos: carecía de sentido mirar hacia arriba si no se tenían angustias. Igual que en el trabajo. Siempre apuntaban al lugar equivocado. Pobres. Ellos tampoco entendían. Hubiera sido ilógico que fuera de otro modo.
Arriba vio una especie de barandilla, simplemente ornamental. Entre esa barandilla y la pared apenas quedaba un espacio que no le permitiría pararse, pero sí al menos sostenerse. Poco tardó en llegar a ella y asirse. Colgando miró a la multitud, que crecía más y más. Y se sintió cohibido por mostrar sus tristezas a quienes no sabrían verlas. Lo único que quería era alcanzar la cúpula: su luz lo atraía. De a poco, cada movimiento le exigía una sincronización perfecta, obligándolo a pensar bien antes de hacerlo. Pero el llamado de la cúpula era inequívoco: no se podría ver mejor que desde allí.
En tanto buscaba las alturas, en el llano se producía una convulsión propia de las circunstancias. La ocasión había sido propicia, y alguien había llamado a la fuerza pública. Y la fuerza pública, como sucede siempre en los casos en que su presencia no es indispensable, hizo su imponente aparición.
La honestidad en el narrado de los hechos hace necesario aclarar que la iglesia había sido asaltada tres veces en las últimas semanas; esto no lo sabía el hombre, como en su momento no supo que habían sido sus padres quienes le habían encontrado aquella novia. Encantadora ella, sí, pero de un carácter un tanto fuerte. Se casaron pero no tuvieron hijos. Ella no quiso saber nada. Y el tiempo, viejo estéril y envidioso, programó el consabido abandono. Un punto oscuro y no menos sospechoso: por aquel tiempo, casualmente, su mejor amigo lo había dejado de ver.
Siguió en la búsqueda de su objetivo. Sólo intentaba llegar al más allá a través de las sinuosidades del camino elegido. Los brazos le dolían, pero en ese momento le pertenecían de un modo mucho más real que nunca, estaban a su servicio; durante toda su secundaria había deseado entablar una relación más provechosa con ellos. Nunca había sido posible hasta hoy.
Pronto llegó a situarse justo debajo de la cúpula. Vio que tenía dos partes: una más grande y la otra, concéntrica, con espacio apenas para una persona. El problema era cómo llegar hasta la primera. Lo resolvió con el cable de los altavoces que encontró en forma providencial. Con cuidado para no perder el equilibrio sacó su navaja y los cortó. Ya tenía una soga. Ató la Victorinox al extremo y la lanzó al vacío. Al tercer intento enganchó la cadena que sostenía la majestuosa lámpara que gobernaba el ambiente. Tampoco fue sencillo trepar por ella. Aferrado, tranco por tranco fue izándose. Con esa paciencia que siempre admiraba en sus colegas de la empresa. No importaba cuántas lámparas pisara y rompiera. Como ellos. Había que subir y subió.
A punto de llegar lo inmovilizó una voz potente. De reojo avistó a la autoridad policial encarnada en un sargento un tanto barrigón. La voz le dijo que se considerara detenido, que arriba las manos; aunque a él le resultaría algo difícil: a las manos las tenía ocupadas en una actividad más importante. Más vital. Sólo podía subir. Y eso fue lo que hizo, cuando la voz amenazó esta vez con efectivizar la detención —esa fue la expresión que usó, efectivizar— con su arma reglamentaria.
Aferrado a la cadena, pronto se situó bajo la cúpula. Esta vez no escuchó la voz de alto. Cuando llegó al vitraux de luz, saboreó un gozo que creía olvidado. Fue bueno que lo saborease antes que la bala escapada al voleo —horas más tarde el sargento alegaría una función apenas intimidatoria—, luego de una serie de rebotes, alcanzara a rozarlo haciéndole perder el escaso equilibrio.
En el aire, cayendo de viente metros contra el piso, acaso….
Acaso haya conocido el precio de la felicidad.
En el aire, cayendo de veinte metros contra el piso, acaso se haya encontrado más cerca del Rey.
Acaso haya conocido el precio de la felicidad.

jueves, 12 de marzo de 2009

Errante en la multitud (o una vida en subte)

“Volviendo a la muchacha de blanco la juzgué belleza un poco rara para la mujer de mi vida, pero tan única, tan extrema, que si pasaba de largo y la perdía de nuevo en el mundo sin haberla estrechado entre los brazos, sin haberla conocido, el desconsuelo no tendría fin. Ya lo dije, cuando mucho monologamos en la soledad, bordeamos la locura.” Adolfo Bioy Casares “El Gran Serafín” (Ad Porcos)

Errante en la multitud
(o una vida en subte)

Diez de la mañana, estación Primera Junta. El bamboleo del subte producía en el hombre un sopor cómplice: protegido del frío de la superficie, se sintió pleno, exultante. Disfrutaba del viaje en ese subte de maderas con olor típico, y se aprestaba a disfrutar también de ese día nuevo. Tan pletóricas sensaciones lo despabilaron. Se dijo que amaba la vida.
Tenía a su lado a un viejo de aspecto inofensivo que leía un grueso libro, de cuyas tapas se podía distinguir el título en letras doradas: ¿Ashaverus, leyenda o realidad? La barba encanecida, no muy larga, disimulaba una cara poceada y roja. Frente a ellos, junto a la ventanilla, vio a una señora tal vez cercana al medio siglo, pelos lacios, pálida de tanto maquillaje, sonrisa idiota y mirada perdida: en general, la imagen de la estupidez.
Entonces, en Río de Janeiro, el hombre advirtió la presencia: otra mujer, la mujer. Al principio la miró de reojo, y luego de modo descarado. Pensó que no era la primera vez que la veía, pero no logró recordar ningún vínculo. ¿Acaso reminiscencias del ideal de belleza...?
No es que fuera llamativa… no, no, nada de eso. Pero no podía dejar de mirarla. Su pelo evocaba la profundidad de la noche. Sus ojos negros, penetrantes y profundos, contrastaban con una palidez extraña, seductora. Su silueta sencilla e insinuante se matizaba con la edad indescifrable de algunas pocas elegidas que parecen desafiar al tiempo y las arrugas. Irresistible, el conjunto despertó al Don Juan.
En Castro Barros comenzó el juego de miradas, sostenido por el hombre con más voluntad y amor propio que habilidad. Ella habrá advertido el juego: al principio pareció turbarse. De a poco se entabló el típico diálogo de miradas que permite un viaje en subte: un objeto cualquiera, una propaganda, un pasajero medio ridículo, cualquier excusa fue válida.
En Loria se dio cuenta: si no trataba de evolucionar, el “diálogo” podía quedar en apenas un pasatiempo. Pondría garra en la cuestión.
En ese momento, apenas pasado Once, advirtió que su vecino —¿acaso un puritano?— mostraba cierto malestar. Él le lanzó una mirada de reproche y, de un modo amable y casual, le preguntó a la vieja de enfrente si no le cambiaba el asiento. Ella accedió encantada, quizá por la ocasión de devenir en celestina.
A su lado. Al fin.
—¿Sabías que cada estación tiene un color distinto? —dijo él señalándole los carteles de publicidad—. ¿Ves los rebordes?
—¿Qué rebordes? —le contestó ella con una sonrisa.
—Aquellos —insistió él—, cada estación tiene uno propio. Por ejemplo, fijáte que Alberti es rojo, rojizo; y, como viste, Once es gris. En realidad hay dos ciclos de colores que se repiten: azul, gris, verde, naranja. Cuando terminan, vuelven a empezar.
—¿Y eso qué significa? —un pequeño movimiento de cabeza indicaba que ella se divertía con la situación, el hielo estaba roto—. ¿Significa que es circular el tiempo?
—¡El tiempo! ¿Qué tiempo? No, yo no digo nada de eso —contestó en medio de una carcajada—. No me digas que estudiás filosofía, psicología o alguna de esas cosas que hacen que te preguntes por todo.
—Yo no estudio —fue la seca respuesta—. No es cuestión de estudio. Sólo te preguntaba acerca de la utilidad de tu información.
El viejo esbozó una mueca divertida. La cosa se había complicado de repente. Habría que volver a hacer pie, podía perder todo. Intentó encauzar el rumbo.
—Ya entiendo —dijo con cautela—, no me crucé con una filósofa. Sólo con una mujer inteligente.
Ella sonrió, le habrá gustado. Pero nada dijo. Temeroso de que la conversación laguideciera, él se apresuró:
—Después de todo —dijo con tono doctoral— te marqué un hecho específico, sin otra significación. ¿O todo tiene que tener una utilidad? —le preguntó, mirándola directamente—. ¿No hay cosas bellas en sí?
Esta vez ella sonrió con franqueza.
—Tenés razón —se miró las uñas, largas y bien cuidadas—. Perdoná mi brusquedad, es que el tema del tiempo me apasiona.
Pero él no podía dejar de mirarle las uñas. Esas uñas que no parecían invitar a las caricias.
En realidad estoy lejos de las caricias, se dijo. Hay que salir del fárrago de la filosofía y volver a los temas fáciles: qué hacés, qué música escuchás, en dónde trabajás, tenés novio y otras cuestiones afines.
El viejo los miraba de puro envidioso.
Congreso. Ya no quedaba mucho tiempo.
—¿Brusquedad? Ni me di cuenta, no te preocupes. ¿En dónde bajás?
—En la última estación —ella parecía tan distante como al principio—. Igual que cada día.
Todo costaba mucho.
—Bueno, ya llegarán las vacaciones —dijo él—. Yo las espero con desesperación. Este año me voy a Europa. ¿A vos te gusta viajar?
Sí, le gustaba viajar. Y pronto, sin saber cómo, se encontraron discurriendo acerca de países lejanos y pueblos desconocidos y temas exóticos.
Ella se volvía más locuaz. En Sáenz Peña contó haber visitado lugares ignotos donde el hambre y la miseria diezman a las gentes. En Lima, habló de los desiertos en los que el agua se cotiza más que el petróleo. En Piedras, de sitios donde sólo puede haber un niño por familia, y de familias que lo llorarán en la guerra. En Perú, de remotos parajes donde Epulones modernos viven en casas con umbrales atestados de pobres y enfermos. Y en...
Y él ya no quiso hablar. Sólo había pretendido acercarse a ella, intentar una conquista fugaz, no comprender sus experiencias acerca de lugares tan terribles. Sólo conocerla. No pretendió amarla. No todavía. Y así se lo dijo.
Ella sonrió, dejándole entrever unos dientes perfectos y tendiéndole su mano. El se sobresaltó y, sin darse cuenta de lo que hacía, se levantó del asiento. Quería preguntar y quería oír. Su inteligencia estaba alerta, pero su voluntad se entregaba a la mujer. Intuía lo maravilloso y lo terrible. Y, mientras el vagón comenzaba a moverse, dirigiéndose como siempre hacia la última estación, el también le tendió su mano.
Nunca llegó a tocarla y nunca llegó a Plaza de Mayo: alguien o algo lo agarró del cuello y lo arrojó del vagón. Desde el piso del andén vio que el tren tomaba velocidad, vio que se alejaba. Y, como en un sueño, distinguió la última mirada de la mujer: sus ojos eran sobresalto, desilusión, ardían como si trataran de atraerlo.
A su lado advirtió al viejo. Había caído junto a un negocio de revistas, y se levantaba con esfuerzo. El kiosquero ni siquiera se le acercó; sólo le dijo:
—¿Siempre arroja gente a los andenes?
—Otra vez —respondió el viejo gruñendo.
—¿Otra vez? —repitió con fastidio él, que a su vez se levantaba sacudiéndose la ropa, avergonzado ante los curiosos.
—Otra vez se me escapó —masculló el viejo, que ya no parecía tan viejo—. Ella…
—¿“Ella”? ¿La conoce?
—La conozco, la amo y la sigo. Pero Ella no se deja alcanzar. Y siempre se aprovecha de algún estúpido como usted para eludirme.
Él no sabía si enojarse o empezar a añorar a la misteriosa mujer.
—¿Quién es ella y quién es usted? —preguntó, y al hablar se dio cuenta de que ya sabía la respuesta.
—A ella la conocerás al final —el viejo echó a andar hacia la salida—. Yo… yo estoy demasiado cansado para explicar nada.
Se alejó renguendo.
Y pronto se perdió, errante en la multitud de la escalera.



No necesitó a interrogarlo porque mientras se paraba, la revelación, certera y segura lo atravesó: el viejo había reconocido la muerte a simple vista.

lunes, 9 de marzo de 2009

Confesiones

“Y la vida se cansa de esta perpetua tensión, se agota la imaginación inagotable. Los ideales se suceden; se les vence, caen desechos, y puesto que no hay más vida que ésa, sobre las ruinas es peciso levantar un último ideal, porque siempre y a pesar de todo el alma pide un ideal. Y llega el momento en que el soñador revuelve en las cenizas de sus antiguos sueños buscando alguna chispa que haga botar de nuevo la llama que caldee el corazón helado, que le devuelva sus viejos afectos, sus bellos errores, todo lo que le hacía vivir” Dostoievsky “Las noches blancas”



CONFESIONES

Desde siempre la soledad y la depresión han sido compañeras. Nadie sabe muy bien por qué, pero es así. Quizás sea simplemente, una muestra de lo que implica la natural sociabilidad humana. Una muestra triste. El subte, se encarga de corroborar esto cuando entrega, al igual que su primo el tren, a algún desdichado de sus vías, que en postrer homenaje lo ha elegido como su último amigo.
Bien, de esas compañeras huía aquel hombre. Huía azorado de su audacia. Y eso que toda su persona rezumaba éxito y abundancia. Alto y fornido, de cuarenta y largos años, era la imagen del árbol maduro que inspira seguridad y confianza. El rostro surcado por miles batallas amorosas, aumentaba su atractivo, a la vez que auguraba fortaleza. Sus ojos celestes, profundos, disimulados por sus cejas de color indefinido, mezcla rara de rubio y blanco, prometían misterios. Su expresión recordaba una niñez consentida. Nunca se supo de una mujer que hubiera resistido sus encantos y cada una engrosaba una larga lista de experiencia asegurada. Que a su vez le reportaba más mujeres. En su moto recordaba al viento, caprichoso y fugaz. Pero huía.
Y en la huída, luego de dejar la moto entró en una iglesia. En la soledad de la gran basílica la reflexión corría rauda como ese vientecillo que insistía en penetrar a través de su campera de cuero. Las preocupaciones adquirían entonces el color grisáceo de las inmensas paredes. Del mismo modo que esa estatua de ribetes dorados interrumpía la monotonía de las mismas, hay que reconocer que algunos recuerdos gratos conmovían sus tristezas.
El trajinar de gente parecía haber cesado luego de la misa de nueve y el silencio se hacía dueño absoluto del lugar. Ante el desierto de esa aparente desolación se alzaban a la vista pequeñas casitas que semejaban oasis. No eran otra cosa que confesionarios; parecían prometer un poco de paz.
Pero no era a confesarse a lo que había venido. No todo era tan sencillo como a simple vista parecía. La nada se asemejaba al todo como el vacío de la cúpula al cielo. En esa certidumbre pasó revista a su vida y ese desierto terminó de desalentarlo. De nada servía hablar. El tiempo había pasado y el tiempo se vengaba.
Recorriendo con la mirada las paredes del templo se dedicó a recordar. Halló soledad en su infancia. La familia tipo en la que se crió había sido tempranamente impactada por la muerte de su hermano. No tuvo otro y creció bajo la condena de haberse convertido en único hijo. A sus espaldas se acumularon todos los deseos y frustraciones de sus padres modernos. Porque no cabe duda de que eran modernos. Lo habían educado conforme a las más modernas teorías pedagógicas y eso les daba derecho a considerarse modernos. Sólo con verlos se comprobaba que de tan modernos se habían transformado en postmodernos.
Por otra parte, ellos tenían razón al afirmar que habían consagrado toda su vida al cuidado del vástago sobreviviente. Nada más cierto. Tanto como el hecho de que de niño había carecido de la mínima capacidad de sobrevivir en un ambiente adverso. Llamó su atención desde un nicho lejano la estatua de uno de los tantos santos que custodiaban el lugar.
Consagrado a estas reflexiones, y sin darse cuenta, comenzó la ascensión. No le costó gran cosa subir al techo del confesionario. Incluso el penitente que utilizó como escalera no advirtió el hecho. No hay que descontar que este lo haya tomado como propio de su situación. Un peso súbito y una posterior liberación.
Desde el techo de dos aguas, las cosas se veían distintas. Por si acaso se tomó de la cruz y contempló la escasa gente que había en ese momento. A decir verdad no notó grandes cambios. Advirtió la mirada de estupor de la feligresa que no le quitaba la vista desde hacía un rato pero más llamó su atención la vista del santo que, ahora se hallaba a su alcance. Lo miró detenidamente: el atuendo le indicó que era un rey. Uno como el que había soñado ser de muy niño. La realidad, en complicidad con el tiempo, le había demostrado que estos sueños no sirven. De una forma descarnada y eficaz. De hecho advirtió que lo había olvidado y se sintió culpable por ello.
Su atuendo era medieval y a su mirada serena correspondía una enorme espada, que vertical al suelo, le llegaba hasta el pecho. Tomado de ella se izó hasta el nicho. Lo observó entonces de cerca. Era de su altura y parado a su lado, recorrió con la vista toda la Iglesia. Ahora notaba un poco más la diferencia a la vez que observaba a la gente que comenzaba a reunirse a su alrededor. Tomó conciencia entonces de que había un nuevo punto de vista, que era el de su nuevo y regio amigo. Apreciaban su presencia. Esta vez no pasaba desapercibido.
Miró hacia arriba y vio que había una especie de reborde. El interrogante lo acució. Imaginó lo que vería desde allí y se estremeció de puro gozo. Levemente recordó que su madre no lo aprobaría. Era muy alto. Su padre vería el problema desde una óptica pragmática. No tendría un punto de apoyo confiable- le hubiera dicho concienzudo y solemne. No entendía. Consultó a su amigo sobre la posibilidad. Sus ojos tenían la respuesta. Poco le costó encaramarse en los hombros. Ni siquiera con el salto llegaba. Solucionó el problema aprovechando los centímetros generosos que le ofrecía la corona. Sabía que sólo podría saltar una vez pero tampoco necesitaba otra. Un murmullo cerrado del público que se congregaba confirmó su creencia al ver que sus manos se asían desesperadas de la escasa cornisa. Escasa pero hospitalaria.
Le costó algún trabajo terminar de subir. A decir verdad bastante trabajo. Cada pierna ocupaba un lugar preciso, codiciado también por la otra, y el cuerpo entero pugnaba por fundirse a la pared. Cuando lo logró advirtió que estaba cubierto de sudor. Y alegre porque lo había logrado. El rey, su amigo, demostraba, con su beatífica sonrisa, su aprobación.
Tan satisfecho estaba que se detuvo a escuchar las voces de abajo. Lo divirtieron sobremanera. Había quien creía que era un ladrón que, ya descubierto, insistía en llevarse algún preciado tesoro. Otros veían mal el uso que había hecho de la corona del rey. Lo creían sacrílego, pero pensó que ellos eran los sacrílegos. Demoraban su atención en lo único que realmente no era importante del lugar. Miraban hacia arriba pero debían mirar hacia adelante. Carece de sentido mirar hacia arriba si no se tienen angustias. Igual que en el trabajo. Siempre apuntaban al lugar equivocado. Pobres. Tampoco entendían. Hubiera sido ilógico que fuera de otro modo.
Arriba había una especie de barandilla, simplemente ornamental. Entre la misma y la pared apenas quedaba un espacio, que no le permitiría pararse, pero que le permitiría sostenerse. Poco tardó en llegar a ella y allí agarrarse firmemente. Colgando miró a la pequeña multitud que se seguía congregando y se sintió cohibido por mostrar sus tristezas a quienes no sabrían verlas. Lo único que quería era llegar hasta la cúpula. Su luz lo atraía como a un insecto. No se podría ver mejor que desde allí. De a poco fue dirigiéndose hasta el lugar deseado. Cada movimiento le exigía una sincronización perfecta, obligándolo a pensar bien antes de hacerlo.
En tanto buscaba las alturas, en el llano se producía una convulsión propia de las circunstancias. La ocasión había sido propicia y alguien había llamado a la fuerza pública. Y ésta, como sucede siempre en los casos en que su presencia no es indispensable, hizo su imponente aparición. La honestidad en el narrado de los hechos hace necesario aclarar que la iglesia había sido asaltada tres veces en los últimos dos meses. Esto no lo sabía el hombre.
Como en su momento no supo que sus padres le habían encontrado aquella novia. Encantadora ella, sí, pero de un carácter un tanto fuerte. Se casaron pero no tuvieron hijos. Ella no quiso saber nada. Y el tiempo, viejo estéril y envidioso, programó el consabido abandono. Tampoco volvió a ver a su mejor amigo.
Siguió en la búsqueda de su objetivo. Sólo intentaba llegar al más allá a través de las sinuosidades del camino elegido. Los brazos le dolían pero no parecía notarlo. En ese momento le pertenecían de un modo mucho más real que nunca. Estaban a su servicio. Durante toda su secundaria había deseado entablar una relación más provechosa con ellos. Nunca había sido posible hasta hoy.
Pronto llegó a situarse justo debajo de la cúpula. Vio que tenía dos partes, una más grande y la otra, concéntrica, con espacio apenas una persona. El problema era cómo llegar hasta la primera. Lo resolvió con el cable de los altavoces que encontró en forma providencial. Algún trabajo le costó cortarlos, y prepararlos como un lazo. Lacear la enorme lámpara que majestuosa gobernaba el ambiente no fue tampoco sencillo. Trepar por ella menos. Aferrado, tranco por tranco fue izándose. Con esa paciencia que siempre admiraba en sus colegas de la empresa. No importaba cuántas lámparas pisara y rompiera. Como ellos. Había que subir y subió.
En realidad no había llegado cuando una voz potente lo inmovilizó. De reojo avistó a la autoridad policial encarnada en un sargento un tanto barrigón. La voz le dijo que se considerara detenido. En la situación en que se encontraba le resultaba un tanto difícil asumir su condición de tal. Por de pronto a las manos las tenía ocupadas en una actividad un tanto más importante. Más vital. Sus ojos, a falta de su aliento, que se negó a proferir sonido alguno, dieron fe de tal circunstancia. Sólo podía subir. Y eso fue lo que intentó proseguir cuando la voz amenazó esta vez con efectivizar (esa fue la palabra que usó) la detención con su arma reglamentaria.
Pronto llegó a situarse justo debajo de la cúpula. Esta vez no escuchó la voz de alto que se repetía. Cuando llegó al vitraux de donde salía la luz se deleitó con la alegría que tanto hacía que no saboreaba. Fue bueno que la saboreara antes de que la bala escapada al voleo (se alegó que sólo tenía una función intimidatoria), luego de una serie de rebotes lo alcanzara a rozar haciéndole perder el escaso equilibrio. Acaso en el aire haya alcanzado a comprender cuál sea el precio de la felicidad.

jueves, 12 de febrero de 2009

Hastíos

“Cuando, cómo y por quien había entrado en el Departamento, son preguntas que nadie se hacía, pues cuántos en él trabajaban lo habían visto allí desde siempre, ocupándo su puesto con la misma dignidad, propio de un funcionario encargado de copiar documentos, y hubo quién llegó a suponer que sin duda había nacido así, en aquella misma actitud, en aquel preciso lugar y vistiendo el mismo uniforme.” Gogol “El Capote”



HASTÍOS
¿Metas? ¿Un árbol, un hijo, un libro? De todo eso, sólo logró dos niños que en sus rostros llevaban el estigma de lo previsible. Plantar un árbol exige entrar en contacto con la tierra. Trabajo sucio por definición. Escribir un libro supone cierta imaginación. Trabajo irreal y peligroso. Metas...
Acomodó la almohada y volvió al diario. Procuró que la luz del velador no diera directamente sobre el rostro de su mujer. No quería que al despertar arruinara su momento de soledad. En la oficina, tras su escritorio de eternos papales, rara vez estaba solo.
En un gesto maquinal intentó alisar sus pelos esclavos y dispersos. Acomodó sus lentes y prosiguió la lectura. Sus ojos, resto de rebeldía que le quedaba, se volvieron por enésima vez a la primera plana.
La noticia: un ex-combatiente, enloquecido por el recuerdo de pasados horrores, había baleado a quince coreanos en un bar. Un recuadro especial se refería a la figura del asesino, su perfil psicológico, su historia, la de sus padres, el colegio, su primera novia. Opinaban acerca de él sicólogos, sociólogos, políticos y otros que tampoco tenían mucha idea. La lejanía del tema los ponía solemnes y comprensivos. El hombre había hablado y el mundo había fijado sus ojos en él al contestarle post mortem.
El diario le había arruinado el día. En ese momento supo que odiaba esa rutina asfixiante, que nunca le permitiría mas que ser un oficinista medio, uno de esos miles que recorren la gran ciudad, que salen y vuelven a la hora indicada de sus madrigueras. Siempre a la misma hora.
Al tomar conciencia de lo que era no pudo hacer otra cosa más que odiar a todos y a nadie en particular. Odió ese mundo absurdo que lo había corrompido. Ni siquiera podía pensar en sacarse de encima esa forma aburrida y cómoda de vivir. Si se iba de vacaciones, al mar o a la montaña, al poco tiempo se aburría y acudía desesperado a la noche, al bullicio de la pequeña ciudad que se esforzaba por imitar a la grande.
Advirtió que sus pensamientos vagaban por zonas que, por imprevisibles, le resultaban atormentadoras. Se llamó a trabajar con más ahínco aventando miedos inútiles. El transcurrir del día acrecentó sus inquietudes que, poco a poco, derivaron en confusos presentimientos.
Contempló a su mujer que roncaba, haciendo gala de un indudable sentido práctico de la vida, comenzó a fastidiarse. Al día siguiente la vida sería igual. Esta circunstancia lo terminó de irritar. Su esposa lo dejaba sufrir solo. Su soledad era un hecho.
Entonces también la odió y vio con claridad lo que habría de hacer. Toda su vida serviría de marco a ese momento. Decidió que tendría un momento de gloria. Único, fugaz, duradero. Se imaginó el diario del día siguiente y su única inquietud consistió en calcular cuánto espacio le dedicarían. Debía ser cuidadoso y no desaprovechar la única oportunidad que se le presentaba. Sólo tendría una. Debía usar su espíritu metódico, añejado por la diaria rutina, para de sacar provecho de esa fama, transitoria pero eterna.
No desperdició el odio incipiente, sordo y desesperado. Antes de pensarlo otra vez ahogó a su esposa con la almohada. El único escrúpulo desapareció al notar que ella no sufrió. Prolongó el sueño. Siempre pensó que no hay mal si no provoca sufrimiento. El mismo procedimiento, considerado ya como terapéutico, lo usó con sus dos hijos, peligrosos pichones y posibles réplicas de sí mismo. En ese instante consideró que no los había formado para morir y luego advirtió que tampoco para vivir.
El tenue resplandor que insistía en filtrarse por la ventana, empecinado en que, pese a todo, el mundo funcionara. El hombre se vistió con esmero, eligiendo con meticulosidad ritual sus ropas. Luego se afeitó. El espejo le devolvió una imagen un tanto desmejorada aunque sólo se vio más pálido que de costumbre. Abrió la salida de gas, no a fin de disimular lo hecho, sino pretendiendo que la noticia se supiera ese mismo día. De otro modo nada tendría sentido. La sensación inicial era muy importante. Al pasar se preguntó si al ser detenido concedería entrevistas. Quizás lo hiciera ese mismo día.
En su bolsillo deslizó una pesada llave inglesa, dejó las llaves del departamento sobre la mesa y sin mirar hacia atrás, cerró la puerta y salió. En el ascensor iba reflexionando sobre el modo de hacer que el asunto no apareciera como un simple crimen pasional. Eso no es original. No le quedaba mucho tiempo.
Tocó el timbre del portero. Como era domingo atendió una cara barbuda y dormida. Sin mirar lo derribó de un golpe con la pesada herramienta. Los golpes de remate fueron innecesarios. Al recorrer la casa no encontró ni a su mujer ni a sus tres niños. Con rabia advirtió que se habían ido a la casa de la abuela. Sólo se topó con la amante dormida que, al ser ultimada, alcanzó a exclamar un sordo quejido. Esto no lo conformó. No es lo mismo eliminar a un trabajador con su familia que a un portero con su amante. Lo segundo es vulgar. Todavía no era una noticia. Abrió la llave de gas y, despechado abandonó el lugar.
En la calle había poca gente. Lo atribuyó a lo temprano del día. Encontró una anciana que barría el zaguán de la casa. La estranguló con prisa. Luego se encaminó hacia el lugar dónde encontraría la mayor aglomeración de gente.
Pasada media hora de deambular sin encontrar nada de interés, entró en un shoping, magnífica catedral moderna. Buscaba un ámbito propicio que garantizara la publicidad buscada. En su frente comenzó a sentir un estigma pero se tranquilizó al ver que nadie lo notaba.
Mientras esperaba una mayor concurrencia, se sentó a tomar un café. Desde allí estudió el lugar. Descubrió un negocio cuyas paredes y techo eran por entero de vidrio y se imaginó lo que sucedería si alguien arrojara un objeto contundente desde el primer piso. Los vidrios le asegurarían efectividad y le permitirían un broche digno a su cosecha. De esa manera era imposible no ganar la primera página de todos los matutinos del día siguiente.
Desde el primer piso contempló sus posibles víctimas, aguardando un amontonamiento propicio. Miró el reloj: todavía no eran las diez. Cuando el negocio estuvo concurrido se decidió. Pronto supo que su falta de vigor le impediría hacer fuerza desde la posición en la que se hallaba. La maceta de cemento no sería fácil de mover. Encontró pronto la solución. Pasó una pierna sobre la baranda, quedando a horcajadas de la misma. Así podría usar los brazos de ambos lados convirtiéndose en una especie de mortífera catapulta. Advirtió que implicaba un riesgo distinto, porque podía morir en el intento. Decidió que valía la pena correr el riesgo.
Se inclinó sobre la planta, una pequeña palmera. Tomó con una mano el tronco y pasó la otra por debajo de la maceta. Luego tiró con todas sus fuerzas. Se sorprendió al ver que no presentaba resistencia porque resultó ser de un plástico que simulaba cemento. Era más liviana de lo previsto y el envión, disparó al hombre al vacío. Cayó cerca del negocio de los vidrios en una pequeña fuente, que le sirvió de fugaz mausoleo.
Al día siguiente, en medio de la vorágine de noticias provocada por las elecciones presidenciales, un pequeño artículo del diario informó que había sido apresada una mujer. Se la acusaba de matar a su esposo y a su amante, al haberlos sorprendido en flagrante adulterio.
Por cierta compasión, y por falta de espacio, no se informó del suicidio de un hombre que había encontrado a su familia asfixiada por un escape de gas.
Una anciana muerta de un paro cardíaco al barrer el zaguán no es noticia.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Caperuzas

“Ah sí da un anno.
Un di felice, eterea,
mi balenaste innante,
e da quel di tremante
vissi d´ignoto amor,
di quell´amor ché palpito
dell´universo intero,
misterioso, altero
croce e delizia al cor.”

(Traviata)



CAPERUZAS

A medio vestir, el hombre luchaba contra los botones de la camisa. Despacio, se dijo, despacio que estás apurado. Se miró al espejo. Pensó en qué corbata eligiría. Cualquiera. No tenía mucho tiempo porque aún debía inventar una buena excusa para el escape. Escape o salida, lo mismo daba. No quería llegar tarde a la ópera. Después de tanto tiempo se merecía una Traviata. Ansioso por escucharla, ni sabía quiénes cantaban. La necesitaba. Una vez más.
Terminó el nudo de la corbata, buscó con la mirada los zapatos. Como siempre, debajo de la cama.
—¡Papá!
Los zapatos quedaron debajo la cama.
—¡Papá! —se repitió el chillido—. ¡Urgente!
Con la corbata flameante, el hombre subió las escaleras mascullando cosas contra la educación infantil.
Al llegar al cuarto de su hija la encontró trepada al armario. Con un almohadón como escudo y su muñeco de Buzz Lightyear como espada, resistía a la niñera.
—¡Bajate de una buena vez, Margarita! —suplicaba la Lucy en vano—. ¡Ay, señor, hoy está imposible!
El hombre advirtió que su tiempo era escaso.
—¿Qué querés, Marguita? —dijo frunciendo el ceño y tratando de impresionarla con su severidad—. Yo tengo que irme, y vos debieras estar durmiendo.
—¿Te vas? —dijo resistiendo todavía los embates—. Antes de irte contame un cuento. Si no, me voy a quedar acá arriba toda la noche. ¡Dale, dale! Quiero que antes me cuentes un cuento. ¡Contame un cuento!
La nena eludió a la empleada y saltó del armario a los brazos de su padre, tirándolo contra el otro armario. El hombre intentó zafar del abrazo mientras reconsideraba la situación.
—¡Contame un cuento! —repitió Margarita puchereando.
Un cuento. Quería un cuento. Ni más ni menos. En ese preciso instante.
Calculó el tiempo que le quedaba y vio que era poco. Una discusión sería larga, perdería más tiempo convenciéndola del apuro que contando un cuento. Buscar otra solución sería inútil, como era inútil discutir con ella. Por otra parte, desde la muerte de su esposa tampoco tenía ganas de discutir, ni con ella ni con nadie.
—Te voy a contar un cuento, pero después te vas a dormir —le dijo con suavidad; y la sentó en la cama, indicándole a Lucy con una seña que él se haría cargo.
—Bueno, papi —dijo Margarita acurrucándose junto a él—, contame mi cuento, que después voy a ser buena.
—A ver… —miró por toda la habitación tratando de inspirarse—. Había una vez…
—¿Todos los cuentos empiezan con “había una vez”? —preguntó ella, y sin darle tiempo a responder, agregó levantándose—: Esperá que cierro la ventana porque tengo frío.
El hombre usó ese breve instante para pensar. Mejor dicho, para inventar un tema que la aburriera un poco y que no despuntara hacia una segunda parte. La tarea no resultaba tan sencilla. No encuentro nada, se dijo, ni aburrido ni interesante. La falta de experiencia no lo ayudaba. ¿Algún cuento con animales? Claro que, considerando la gama de posibilidades que se le abrían, lo descartó. No, no, los animales eran demasiado interesantes y la cuestión podría alargarse. Necesitaba un cuento sumamente breve. Con un suspiro se decidió por lo convencional: contaría el cuento de Caperucita Roja.
Margarita se acomodó y se recostó usando el regazo paterno como almohada. El hombre tragó saliva, y empezó como pudo.
—Había una vez una niñita que se llamaba Caperucita Roja (¿cómo empezar el cuento de Caperucita Roja sino así?). Y Caperucita debía ir a la casa de la abuelita.
—¡Papá! —dijo indignada—. ¿Me vas a contar Caperucita, que ya me lo sé de memoria? Si querés, te lo cuento yo a vos y todo. Mira: “Había una vez una niñi…”
—¡Margarita, por favor! Esta es una versión distinta.
—¿Qué es versión?
—¿Versión? Este… Es como si fuese la historia de Caperucita pero con otras cosas.
—No entiendo.
—Bueno, es como si fuese mi Caperucita.
—No entiendo.
—¡Entonces escuchame y vas a entender! Caperucita debía ir a la casa de la abuelita a llevarle una canasta de flores. Debía ir por el bosque sin demorarse, porque el lobo andaría cerca. Y...
¿Cómo seguiría el dichoso cuento? Y, sobre todo, ¿cómo lo terminaría?
Otra interrupción:
—¿Cómo era tu Caperucita, papi?
Ajá. Conque la salvaje comenzaba a pedir ciertos retoques en la versión clásica…
—Mi Caperucita era una niña de unos siete años. Era pequeña, simpática y buena.
—¡Esa es la Caperucita de siempre, papá!
—Bueno, bueno. Lo que pasa es que, de afuera, todas las Caperucitas son parecidas. Pero esta Caperucita era una nenita un poco pícara, muy movediza y bastante desobediente. Pero eso sí: era la nenita de su papá.
—¿Cómo yo? —Margarita levantó sus ojitos ansiosos.
—Un poco —le respondió mirándola y recordando súbitamente, en esos ojos, otros ojos pardos.
—Tenía un pelo negro, muy oscuro, del color de las noches sin luna. Caperucita iba hacia la casa de su abuelita. El papá, que era el guardabosques, le había advertido que fuera rápido y que no se distrajera. Así fue que Caperucita salió caminando, al tiempo que reflexionaba sobre la cantidad de advertencias que había recibido.
—¿Por qué tenía que reflexionar? —dijo Margarita—. En el jardín nos mandan a reflexionar cuando nos portamos mal. ¿Caperucita ya se había portado mal, o se iba a portar mal?
—No sabemos si se va a portar mal, nena. Y si seguís preguntando a cada rato, yo me voy y no lo vas a saber.
Intentó recomenzar, pero le costaba hilvanar las ideas y darle al relato su tono preciso. El reloj le avisó que ya no llegaba; como sumo, entraría hacia la mitad del primer acto. ¿Qué había en el primer acto? Nada interesante. En realidad se perdería el instante en que Alfredo se enamora de Violeta. ¡Ah, y también cuando Violeta se va enamorando poco a poco al entrever la posibilidad de la redención!
—Al llegar a un claro del bosque —siguió diciendo—, Caperucita se encontró con una figura gris agazapada en el otro extremo. No tuvo problemas en reconocer al lobo del cual tanto le habían hablado. Se lo veía tan triste, que Caperucita no tuvo miedo.
—¿Ni un poquito? —dijo Margarita, incrédula.
—Nada. Solamente se quedó mirándolo. El miedo le era ajeno, no pensó en huir. Fue una lástima que no lo hiciera porque sin darle tiempo a reaccionar la agarró y se la metió en una bolsa, oscura y profunda. Luego, se dirigió a su cueva dando grandes zancadas.
También debería obviar el fin del primer acto, dónde Alfredo declara su amor y conquista a fuerza de música a su amada. Con ese amor que es el palpitar del mundo entero. Misterioso y etéreo. Cruz y delicia al corazón. Cerró los ojos y recordó la escena. No importaba. Se convenció de que lo bueno comenzaba en el segundo. Decidió apurar el trámite. No sabía cómo. —Caperucita sabía que su padre vendría a buscarla en cuanto advirtiera su tardanza. Y viniendo su padre nada tendría que temer. Por otra parte, nunca había terminado de entender el porqué de la maldad del lobo. Ni creía que fuera tanto como se decía. Mas bien era una leyenda de la gente que no sabía vivir feliz. Y como ella era feliz no la creía. A pesar de las prevenciones de su papá.
Tomó conciencia de que el cuento se le escapaba de las manos. Misteriosos fantasmas lo asechaban. Se habían mezclado cosas que él se guardaba celosamente. Supo también que había esperado derrotarlos en la ópera a fuerza de música. Se uniría al tenor y juntos derrotarían al común enemigo.
—Mientras tanto su padre cayó en la cuenta que su niñita tardaba demasiado y, maldiciendo su torpeza, tomó su gran hacha y salió corriendo hacia el bosque.
—Había una larga historia de rivalidades entre ambos. En realidad era una rivalidad existente entre sus especies. Una rivalidad connatural. Eran viejos enemigos por cuestiones también viejas. Se odiaban y se temían”.
Pero el segundo acto no duraría mucho más. Mejor, porque la escena donde el padre de Alfredo convence a Violeta de que lo dejara por amor a su otra hija es muy triste. Imaginó la voz del barítono envolviendo el teatro, al tiempo que se mezclaba con la música de la soprano, con un contrapunto de una insoportable belleza.
—¿Y el papá tenía miedo?— la pregunta lo volvió a la realidad.
—El papá no temía por si sino por Caperucita— prosiguió —No tardó en encontrar la vieja cueva del lobo. Vieja como el hombre. Sin preámbulos tiró la puerta de un hachazo. Este lo esperaba, con la enorme bolsa que contenía la niña, colgada al cuello. En cuanto lo vio tomó una vieja guadaña que tenía cerca de la mesa. No necesitaron decirse nada porque sus ojos se conocían.
El tercer acto no importaba. ¿Qué importaba la lucha de Alfredo con su rival? El ritmo de lo fundamental se perdía un poco en la furia de Alfredo porque su amada lo ha traicionado. No sabe que lo ha dejado por un amor más grande. No sabe que está por morir.
—Y la lucha comenzó en forma silenciosa. Con saña y furor. El hombre sufría en cada intercambio de golpes, pensando que podía ser el último. Casi prefería recibir y no dar pues no quería lastimar a la niña. El lobo en cambio estaba tranquilo. Sabía que sólo podía ganar. Sabía de lo infructuoso de la lucha y de lo seguro de la presa. Que la quería para herir al hombre, en forma más dolorosa que con el golpe de la guadaña.
El último acto sería terrible. La agonía de Violeta se desarrolla en una melodía de amor que es la misma melodía con la que había cantado su amor por Alfredo. Y él pidiendo perdón solloza promesas de un amor tan eterno como fugaz... Todo recordaría que la muerte siempre vence.
—El guardabosque por un momento pensó en llegar a algún tipo de pacto, de pedirle al lobo que tomara su vida por la de su niña, pero viendo esos ojos grises e implacables supo que no debía albergar esperanzas. Y, tomando una decisión última y extrema arrojó el hacha contra una de las terrosas paredes. Se consideró vencido, y prefirió morir, con intención de poder sufrir el mismo fin que su niña, pero, el lobo dando muestras de su odio refinado se llegó hasta la puerta y dejando la guadaña sobre la bolsa huyó”.
—Papá, ¿por qué si huyó decís que mostró un odio refi-no-se-qué?
—Porque la niña... dormía.
—¿Dormía? ¿Y eso es malo?
—Dormía, pero no despertaría nunca. El guardabosques tomó conciencia que el vivía. Solo.
Nunca supo que pasó luego. Cuando el rayo de sol penetró con fuerza el cuarto, a las diez de la mañana, se despertó en el regazo de su hijita, que con esa mirada serena que tanto le recordaba a su madre, pasaba sus manitas sobre su enmarañada cabeza ahuyentando el resto de los torturadores recuerdos.