jueves, 12 de marzo de 2009

Errante en la multitud (o una vida en subte)

“Volviendo a la muchacha de blanco la juzgué belleza un poco rara para la mujer de mi vida, pero tan única, tan extrema, que si pasaba de largo y la perdía de nuevo en el mundo sin haberla estrechado entre los brazos, sin haberla conocido, el desconsuelo no tendría fin. Ya lo dije, cuando mucho monologamos en la soledad, bordeamos la locura.” Adolfo Bioy Casares “El Gran Serafín” (Ad Porcos)

Errante en la multitud
(o una vida en subte)

Diez de la mañana, estación Primera Junta. El bamboleo del subte producía en el hombre un sopor cómplice: protegido del frío de la superficie, se sintió pleno, exultante. Disfrutaba del viaje en ese subte de maderas con olor típico, y se aprestaba a disfrutar también de ese día nuevo. Tan pletóricas sensaciones lo despabilaron. Se dijo que amaba la vida.
Tenía a su lado a un viejo de aspecto inofensivo que leía un grueso libro, de cuyas tapas se podía distinguir el título en letras doradas: ¿Ashaverus, leyenda o realidad? La barba encanecida, no muy larga, disimulaba una cara poceada y roja. Frente a ellos, junto a la ventanilla, vio a una señora tal vez cercana al medio siglo, pelos lacios, pálida de tanto maquillaje, sonrisa idiota y mirada perdida: en general, la imagen de la estupidez.
Entonces, en Río de Janeiro, el hombre advirtió la presencia: otra mujer, la mujer. Al principio la miró de reojo, y luego de modo descarado. Pensó que no era la primera vez que la veía, pero no logró recordar ningún vínculo. ¿Acaso reminiscencias del ideal de belleza...?
No es que fuera llamativa… no, no, nada de eso. Pero no podía dejar de mirarla. Su pelo evocaba la profundidad de la noche. Sus ojos negros, penetrantes y profundos, contrastaban con una palidez extraña, seductora. Su silueta sencilla e insinuante se matizaba con la edad indescifrable de algunas pocas elegidas que parecen desafiar al tiempo y las arrugas. Irresistible, el conjunto despertó al Don Juan.
En Castro Barros comenzó el juego de miradas, sostenido por el hombre con más voluntad y amor propio que habilidad. Ella habrá advertido el juego: al principio pareció turbarse. De a poco se entabló el típico diálogo de miradas que permite un viaje en subte: un objeto cualquiera, una propaganda, un pasajero medio ridículo, cualquier excusa fue válida.
En Loria se dio cuenta: si no trataba de evolucionar, el “diálogo” podía quedar en apenas un pasatiempo. Pondría garra en la cuestión.
En ese momento, apenas pasado Once, advirtió que su vecino —¿acaso un puritano?— mostraba cierto malestar. Él le lanzó una mirada de reproche y, de un modo amable y casual, le preguntó a la vieja de enfrente si no le cambiaba el asiento. Ella accedió encantada, quizá por la ocasión de devenir en celestina.
A su lado. Al fin.
—¿Sabías que cada estación tiene un color distinto? —dijo él señalándole los carteles de publicidad—. ¿Ves los rebordes?
—¿Qué rebordes? —le contestó ella con una sonrisa.
—Aquellos —insistió él—, cada estación tiene uno propio. Por ejemplo, fijáte que Alberti es rojo, rojizo; y, como viste, Once es gris. En realidad hay dos ciclos de colores que se repiten: azul, gris, verde, naranja. Cuando terminan, vuelven a empezar.
—¿Y eso qué significa? —un pequeño movimiento de cabeza indicaba que ella se divertía con la situación, el hielo estaba roto—. ¿Significa que es circular el tiempo?
—¡El tiempo! ¿Qué tiempo? No, yo no digo nada de eso —contestó en medio de una carcajada—. No me digas que estudiás filosofía, psicología o alguna de esas cosas que hacen que te preguntes por todo.
—Yo no estudio —fue la seca respuesta—. No es cuestión de estudio. Sólo te preguntaba acerca de la utilidad de tu información.
El viejo esbozó una mueca divertida. La cosa se había complicado de repente. Habría que volver a hacer pie, podía perder todo. Intentó encauzar el rumbo.
—Ya entiendo —dijo con cautela—, no me crucé con una filósofa. Sólo con una mujer inteligente.
Ella sonrió, le habrá gustado. Pero nada dijo. Temeroso de que la conversación laguideciera, él se apresuró:
—Después de todo —dijo con tono doctoral— te marqué un hecho específico, sin otra significación. ¿O todo tiene que tener una utilidad? —le preguntó, mirándola directamente—. ¿No hay cosas bellas en sí?
Esta vez ella sonrió con franqueza.
—Tenés razón —se miró las uñas, largas y bien cuidadas—. Perdoná mi brusquedad, es que el tema del tiempo me apasiona.
Pero él no podía dejar de mirarle las uñas. Esas uñas que no parecían invitar a las caricias.
En realidad estoy lejos de las caricias, se dijo. Hay que salir del fárrago de la filosofía y volver a los temas fáciles: qué hacés, qué música escuchás, en dónde trabajás, tenés novio y otras cuestiones afines.
El viejo los miraba de puro envidioso.
Congreso. Ya no quedaba mucho tiempo.
—¿Brusquedad? Ni me di cuenta, no te preocupes. ¿En dónde bajás?
—En la última estación —ella parecía tan distante como al principio—. Igual que cada día.
Todo costaba mucho.
—Bueno, ya llegarán las vacaciones —dijo él—. Yo las espero con desesperación. Este año me voy a Europa. ¿A vos te gusta viajar?
Sí, le gustaba viajar. Y pronto, sin saber cómo, se encontraron discurriendo acerca de países lejanos y pueblos desconocidos y temas exóticos.
Ella se volvía más locuaz. En Sáenz Peña contó haber visitado lugares ignotos donde el hambre y la miseria diezman a las gentes. En Lima, habló de los desiertos en los que el agua se cotiza más que el petróleo. En Piedras, de sitios donde sólo puede haber un niño por familia, y de familias que lo llorarán en la guerra. En Perú, de remotos parajes donde Epulones modernos viven en casas con umbrales atestados de pobres y enfermos. Y en...
Y él ya no quiso hablar. Sólo había pretendido acercarse a ella, intentar una conquista fugaz, no comprender sus experiencias acerca de lugares tan terribles. Sólo conocerla. No pretendió amarla. No todavía. Y así se lo dijo.
Ella sonrió, dejándole entrever unos dientes perfectos y tendiéndole su mano. El se sobresaltó y, sin darse cuenta de lo que hacía, se levantó del asiento. Quería preguntar y quería oír. Su inteligencia estaba alerta, pero su voluntad se entregaba a la mujer. Intuía lo maravilloso y lo terrible. Y, mientras el vagón comenzaba a moverse, dirigiéndose como siempre hacia la última estación, el también le tendió su mano.
Nunca llegó a tocarla y nunca llegó a Plaza de Mayo: alguien o algo lo agarró del cuello y lo arrojó del vagón. Desde el piso del andén vio que el tren tomaba velocidad, vio que se alejaba. Y, como en un sueño, distinguió la última mirada de la mujer: sus ojos eran sobresalto, desilusión, ardían como si trataran de atraerlo.
A su lado advirtió al viejo. Había caído junto a un negocio de revistas, y se levantaba con esfuerzo. El kiosquero ni siquiera se le acercó; sólo le dijo:
—¿Siempre arroja gente a los andenes?
—Otra vez —respondió el viejo gruñendo.
—¿Otra vez? —repitió con fastidio él, que a su vez se levantaba sacudiéndose la ropa, avergonzado ante los curiosos.
—Otra vez se me escapó —masculló el viejo, que ya no parecía tan viejo—. Ella…
—¿“Ella”? ¿La conoce?
—La conozco, la amo y la sigo. Pero Ella no se deja alcanzar. Y siempre se aprovecha de algún estúpido como usted para eludirme.
Él no sabía si enojarse o empezar a añorar a la misteriosa mujer.
—¿Quién es ella y quién es usted? —preguntó, y al hablar se dio cuenta de que ya sabía la respuesta.
—A ella la conocerás al final —el viejo echó a andar hacia la salida—. Yo… yo estoy demasiado cansado para explicar nada.
Se alejó renguendo.
Y pronto se perdió, errante en la multitud de la escalera.



No necesitó a interrogarlo porque mientras se paraba, la revelación, certera y segura lo atravesó: el viejo había reconocido la muerte a simple vista.

4 comentarios:

  1. Tengo que venir a leer los cuentos con tiempo.
    Leí el primero que escribiste y me encantó!!!
    Besos!

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  2. No entendí: ¿en qué estación lo tiraron en Perú? Porque si el vagón se estaba moviendo es que las puertas estaban cerradas. Paradojalmente aquí hay algo que no cierra.

    ¿Sabía ud. que también cada línea de subte tiene un color?

    Respetos.

    Natalio

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  3. Uy Natalio... demasiado racional para un cuento...
    Saludos
    Mary

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  4. Natalio:
    Los subtes de la línea A comienzan a andar antes de que la puerta esté totalmente cerradas.Cada stación tiene un color. Busque en el cuento que hay pistas...

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