jueves, 16 de abril de 2009

CONFESIONES


Montado en su Honda 750, aquel hombre recordaba al viento, caprichoso y fugaz. Las calles de Puerto Madero se diluían en su velocidad. Bien lo sabía: todos estamos solos, todos vivimos solos. Todos estamos en una moto. Solos. La familia, los amigos, las aficiones son apenas intentos de remediar esta gran verdad: cuando llega la noche, nos encuentra solos.
Giró a la izquierda por Belgrano sin respetar el semáforo. Acelerando cruzó Paseo Colón sin ver los dos camiones que a duras penas consiguieron frenar. No oyó los insultos ni los bocinazos. Se encontró con una plazoleta y recién ahí se detuvo frente al edificio de la Aduana. Miró las pensativas figuras y luego recomenzó la huída.
Porque huía.
Es cierto, se dijo, la soledad y la depresión han sido nuestras compañeras desde siempre. Nadie entendía muy bien por qué, pero era así. Quizá simplemente fuera una muestra de lo que implica la natural sociabilidad humana. Una muestra triste. Sí, sí: el subte se encarga de corroborar esto cuando entrega de sus vías, al igual que su primo el tren, a algún desdichado que lo ha elegido por último amigo.
Cruzó Leandro N. Alem y prosiguió su carrera por la calle Moreno. Dobló en la calle Reconquista y al llegar a la calle Alsina frenó en seco.
La soledad. La depresión. De esas compañeras huía él, huía azorado de su audacia. Y eso que toda su persona rezumaba éxito y abundancia. Alto y fornido, de cuarenta y largos años, era la imagen del árbol maduro que inspira seguridad y confianza. El rostro surcado por miles de batallas amorosas aumentaba su atractivo y auguraba fortaleza. Sus ojos celestes, profundos, disimulados por sus cejas de color indefinido, mezcla rara de rubio y blanco, prometían misterios. Su expresión hablaba de una niñez consentida. Nunca se supo de una mujer que hubiera resistido sus encantos, y cada una engrosaba una larga lista que rezumaba experiencia. Experiencia que a su vez le reportaba más mujeres.
Un enrejado que cobijaba un gran patio formaba. Frenó con brusquedad en el atrio de una iglesia. Dejó la moto y entró.
Había pocos fieles dentro de la basílica, pero se sintió en falta al percibir esa atmósfera de reflexión que a él le era tan ajena. Las meditaciones de los demás eran como un viento que intentaba penetrar a través de su campera de cuero. Sus preocupaciones adquirían entonces el color grisáceo de las inmensas paredes. Del mismo modo que esa estatua dorada interrumpía la monotonía de las mismas, algunos recuerdos gratos conmovían sus tristezas.
El trajinar de gente parecía haber cesado luego de la misa de nueve y el silencio se hacía dueño absoluto del lugar. Ante el desierto de esa aparente desolación se alzaban a la vista pequeñas casitas que semejaban oasis. No eran otra cosa que confesionarios; parecían prometer un poco de paz.
Pero no era a confesarse a lo que había venido. No todo era tan sencillo. La nada se asemejaba al todo como el vacío de la cúpula al cielo. En esa certidumbre pasó revista a su vida y ese desierto terminó de desalentarlo. De nada servía hablar. El tiempo había pasado y el tiempo se vengaba.
Recorriendo con la mirada las paredes del templo se dedicó a recordar. Halló soledad en su infancia. La familia tipo en la que se crió había sido tempranamente impactada por la muerte de su hermano. No tuvo otro y creció bajo la condena de haberse convertido en único hijo. A sus espaldas se acumularon todos los deseos y frustraciones de sus padres modernos. Porque no cabe duda de que eran modernos. Lo habían educado conforme a las más modernas teorías pedagógicas y eso les daba derecho a considerarse modernos. Sólo con verlos se comprobaba que de tan modernos se habían transformado en postmodernos.
Por otra parte, ellos tenían razón al afirmar que habían consagrado toda su vida al cuidado del vástago sobreviviente. Nada más cierto. Tanto como el hecho de que de niño había carecido de la mínima capacidad de sobrevivir en un ambiente adverso. Llamó su atención desde un nicho lejano la estatua de uno de los tantos santos que custodiaban el lugar.
La vida siempre igual, el surco ya trazado, la misma visión de las cosas. Acaso ver algo nuevo sería toda su esperanza. Su posible salvación. Como cuando había descubierto el mundo desde la alta montaña. Hasta ese momento, había visto la realidad sin ver nada en particular. Desde allí se advertían las cosas desde el punto de vista del absoluto. Lo particular, la pequeña minucia de todos los días, había carecido de sentido desde la inmensidad, y el aire que entraba a torrentes en sus pulmones de ciudad lo habían invitado a subir más alto, a remontar vuelo.
Consagrado a estas reflexiones, y sin darse cuenta, comenzó la ascensión.
Una vez más la realidad lo frenó en seco. ¿Cómo subir?
Miró a su alrededor. Ante una virgen rodeada de flores divisó un reclinatorio. Serviría.
Lo levantó de un solo movimiento. Las viejas maderas se quejaron y el hombre creyó que el eco no se disolvería nunca. Llevó su carga hasta el confesionario. Cuando lo soltó el retumbe fue más duradero. Ya no importaba. De un salto se subió al reclinatorio y de otro salto llegó al techo de la casita. Los gemidos de la madera fueron música.
Desde el techo a dos aguas, las cosas se veían distintas. Por si acaso se tomó de la cruz. Contempló los escasos feligreses. A decir verdad, a pesar de los cambios de ángulo, no notó grandes diferencias.
—¿Qué hace, hombre…? ¿Se siente bien?
Advirtió la mirada de estupor de la mujer de esos últimos bancos: tal vez no le sacaba los ojos desde que él había entrado. Pero más llamó su atención el santo que, ahora, se hallaba a su alcance. El atuendo le indicó que se trataba de un guerrero, de un rey medieval. Uno como el que él mismo, de muy niño, había soñado ser. Descarnada, eficaz, la realidad, en complicidad con el tiempo, le había demostrado que aquellos sueños no servían. Advirtió que había olvidado tal ilusión, y se sintió culpable.
—Hay que llamar al Padre Gabriel —dijo una voz desde el abismo, y otras se le sumaron.
El comentario le dio rabia y hasta pensó en tirarle algo a aquel estúpido. Palpó sus bolsillos, encontró su vieja navaja suiza. Pero no iba a perderla en un tarado cualquiera. Si fuera el caso, no alcanzarían los cuchillos del mundo…
La mirada serena del rey se correspondía con una enorme espada que, vertical al suelo, le llegaba al pecho. Se aferró a ella, izándose hasta el nicho. Entonces observó de cerca al anciano. Era de su altura. Codo a codo con el rey, observó toda la Iglesia recorriéndola como quien se pasea por sus dominios. Ahora notaba un poco más la diferencia, a la vez que la gente comenzaba a reunirse a su alrededor. Tomó conciencia entonces de que había un nuevo punto de vista: el de su regio compañero. En tanto, los súbditos de abajo apreciaban su presencia: esta vez no pasaba desapercibido.
Miró hacia arriba y descubrió una especie de reborde. El interrogante lo acució. Imaginó lo que vería desde allí y se estremeció de puro gozo. Pero su madre no lo aprobaría: era muy alto. Su padre vería el problema desde una óptica pragmática: “Jamás lo lograrás” —le hubiera dicho, concienzudo y solemne—. “No tendrás un punto de apoyo confiable”. No entendían. Consultó a su amigo sobre la posibilidad. Sus ojos tenían la respuesta. Poco le costó encaramarse en los hombros. No, no, imposible: ni siquiera con el salto llegaría. Intentó solucionar el problema aprovechando los centímetros generosos que le ofrecía la corona. Sólo podría saltar una vez.
Y saltó.
Un murmullo cerrado del público que se congregaba: ¡sus manos se asían desesperadas a la escasa cornisa! Escasa pero hospitalaria.
Le costó trabajo terminar de subir. Bastante trabajo. Cada pierna ocupaba un lugar preciso, codiciado también por la otra, y el cuerpo entero pugnaba por fundirse a la pared. Cuando lo logró —alegre porque lo había logrado— advirtió que el sudor lo cubría. Y su amigo el rey lo aprobaba con beatífica sonrisa.
Satisfecho, se detuvo a escuchar las voces de abajo. Lo divirtieron sobremanera:
—Un loco —declaró con abrumadora certeza una señora alisándose el pelo, desdeñosa—. Es un loco que no tiene nada más que hacer que interrumpir nuestras devociones.
Había quien lo tomaba por un ladrón, un lunático que insistía en llevarse algún preciado tesoro.
—Lo que me molesta —dijo un estudiante con los pelos brillosos que le hacían juego con los zapatos recién lustrados— es que haya usado la corona para saltar.
—¡Sacrílego! —le gritó un señor de sobretodo.
¿Sacrílego? Ellos eran los sacrílegos: demoraban su atención en lo único que realmente no era importante del lugar, miraban hacia arriba pero debían mirar hacia adelante.
—¿Qué miran, bestias? —se atrevió a decirles. Eran patéticos: carecía de sentido mirar hacia arriba si no se tenían angustias. Igual que en el trabajo. Siempre apuntaban al lugar equivocado. Pobres. Ellos tampoco entendían. Hubiera sido ilógico que fuera de otro modo.
Arriba vio una especie de barandilla, simplemente ornamental. Entre esa barandilla y la pared apenas quedaba un espacio que no le permitiría pararse, pero sí al menos sostenerse. Poco tardó en llegar a ella y asirse. Colgando miró a la multitud, que crecía más y más. Y se sintió cohibido por mostrar sus tristezas a quienes no sabrían verlas. Lo único que quería era alcanzar la cúpula: su luz lo atraía. De a poco, cada movimiento le exigía una sincronización perfecta, obligándolo a pensar bien antes de hacerlo. Pero el llamado de la cúpula era inequívoco: no se podría ver mejor que desde allí.
En tanto buscaba las alturas, en el llano se producía una convulsión propia de las circunstancias. La ocasión había sido propicia, y alguien había llamado a la fuerza pública. Y la fuerza pública, como sucede siempre en los casos en que su presencia no es indispensable, hizo su imponente aparición.
La honestidad en el narrado de los hechos hace necesario aclarar que la iglesia había sido asaltada tres veces en las últimas semanas; esto no lo sabía el hombre, como en su momento no supo que habían sido sus padres quienes le habían encontrado aquella novia. Encantadora ella, sí, pero de un carácter un tanto fuerte. Se casaron pero no tuvieron hijos. Ella no quiso saber nada. Y el tiempo, viejo estéril y envidioso, programó el consabido abandono. Un punto oscuro y no menos sospechoso: por aquel tiempo, casualmente, su mejor amigo lo había dejado de ver.
Siguió en la búsqueda de su objetivo. Sólo intentaba llegar al más allá a través de las sinuosidades del camino elegido. Los brazos le dolían, pero en ese momento le pertenecían de un modo mucho más real que nunca, estaban a su servicio; durante toda su secundaria había deseado entablar una relación más provechosa con ellos. Nunca había sido posible hasta hoy.
Pronto llegó a situarse justo debajo de la cúpula. Vio que tenía dos partes: una más grande y la otra, concéntrica, con espacio apenas para una persona. El problema era cómo llegar hasta la primera. Lo resolvió con el cable de los altavoces que encontró en forma providencial. Con cuidado para no perder el equilibrio sacó su navaja y los cortó. Ya tenía una soga. Ató la Victorinox al extremo y la lanzó al vacío. Al tercer intento enganchó la cadena que sostenía la majestuosa lámpara que gobernaba el ambiente. Tampoco fue sencillo trepar por ella. Aferrado, tranco por tranco fue izándose. Con esa paciencia que siempre admiraba en sus colegas de la empresa. No importaba cuántas lámparas pisara y rompiera. Como ellos. Había que subir y subió.
A punto de llegar lo inmovilizó una voz potente. De reojo avistó a la autoridad policial encarnada en un sargento un tanto barrigón. La voz le dijo que se considerara detenido, que arriba las manos; aunque a él le resultaría algo difícil: a las manos las tenía ocupadas en una actividad más importante. Más vital. Sólo podía subir. Y eso fue lo que hizo, cuando la voz amenazó esta vez con efectivizar la detención —esa fue la expresión que usó, efectivizar— con su arma reglamentaria.
Aferrado a la cadena, pronto se situó bajo la cúpula. Esta vez no escuchó la voz de alto. Cuando llegó al vitraux de luz, saboreó un gozo que creía olvidado. Fue bueno que lo saborease antes que la bala escapada al voleo —horas más tarde el sargento alegaría una función apenas intimidatoria—, luego de una serie de rebotes, alcanzara a rozarlo haciéndole perder el escaso equilibrio.
En el aire, cayendo de viente metros contra el piso, acaso….
Acaso haya conocido el precio de la felicidad.
En el aire, cayendo de veinte metros contra el piso, acaso se haya encontrado más cerca del Rey.
Acaso haya conocido el precio de la felicidad.

4 comentarios:

  1. Seguramente me acusaran de racionalista pero ud. se debe a su público.

    Cuando sea famoso sus incontables lectores querrán ver y pasear por los lugares que describe.

    A tales efectos le informo que la calle que se cruza al ir por Moreno desde la Aduana se llama Paseo Colón (Alem es la continuación) mientras que la calle por la que dobla se llama Defensa (y no reconquista, su continuación, aunque ambas remiten a las invasiones inglesas).

    Lindo cuento.

    Respetos pascuales.

    Natalio

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  2. Estas confesiones son las mismas de marzo. Hay algunos cambios, pero el cuento es el mismo. ¿Alguna ironía escondida que mi mente no llega a captar?

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  3. Perdón, estoy tan acostumbrada a que no aparezcan mis comentarios que me olvidé de saludar. ¡Felices pascuas, Gatonegro!

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  4. La verdad es que no me di cuenta... Una verguenza. Al menos leiste con atención. Gracias Ruth.

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