jueves, 23 de abril de 2009

Frescuras

“Llaves en mano, Adán considera ese montón de trapos y envoltorios que se arrebuja en el umbral. Pero aquel hombre o no dormía o ha despertado, porque ahora se pone de pie y aguarda mansamente, como si aguardar fuera su gesto ineluctable. A la luz del farol esquinero, Adán contempla un rostro de barbas cobrizas y dos ojos entre consternados y alegres.” Leopoldo Marechal “Adán Buenosayres”




FRESCURAS INCLEMENTES

El Otoño no siempre se anuncia como debiera. A veces llega de una forma sibilante e inesperada y trae una serie de inconvenientes de índole práctica. A veces llega su osadía a hacernos poner un chaleco.
Algunas personas no salen tan bien libradas en dichas circnstancias. En efecto, un par de horas antes del mediodía, en una callecita del microcentro de Buenos Aires se encontraba recostado un mendigo. No parecía ser un mendigo común. Si se lo miraba con algún cuidado advertía de inmediato que salía de lo normal. Quizás fuera esa mirada, entre serena y orgullosa. O ese desaliño prolijo que lo hacía aparecer elegante en su miseria. O el hecho, curioso por demás, de que si alguien se detenía a contemplarlo, notaba que no pedía limosna. A veces la recibía, por la inercia típica de su situación, pero no la pedía. Por lo menos no parecía pedirla.
Este personaje sostenía la curiosa tesis de que el invierno es discriminatorio (por usar una palabra de moda). El invierno sólo es sufrido por los pobres. No parece que se pueda discutir esta afirmación en verano. No es la época propicia. Y menos se lo puede realizar sentado a la lumbre de una computadora, como la que escribe éstas líneas. Así que mejor dejar sin cuestionamientos dicha afirmación. Lo cierto es que al observarlo uno tomaba conciencia de su indudable miseria. Nunca nadie supo a ciencia cierta quién era y cuál había sido su pasado. Tampoco generaba demasiadas conjeturas porque lo cierto es que pocos le prestaban alguna atención.
Su rutina era vivificadora y consistía en procurar comida y en evitar el frío. Ninguno de los dos propósitos eran conseguidos con facilidad. Mas bien eran pocas las veces que los lograba. Pero hay que consignar que no eran esos menesteres su preocupación vital.
Ese día se había despertado a las diez, con cierto sobresalto. No sabía por qué, pero supo que esta era su realidad matutina. Recordó aún dormido que hacía unos días en los cuáles apenas había probado algún bocado. Y sentía, por ende, cierta debilidad.
Lo primero que rompió su tranquilidad fue la aparición de esa señora gorda. En realidad no era gorda, pero es como si lo fuera. El prototipo de lo que se denomina mujer gorda. Su cara tenía los colores de un cuadro expresionista, sus vestidos daban la sensación de ser una mercería ambulante y su andar recordaba que el equilibrio puede ser una realidad grotesca. Cuando pasó por el costado del hombre no lo vio. Se detuvo unos diez pasos más allá, se dio vuelta y retrocedió hasta el sitio en el cual se encontraba.
Mientras hurgaba en las tenebrosas profundidades de su enorme cartera en busca de alguna moneda comenzó un edificante dicursillo sobre la conveniencia de una vida ordenada y de las bondades del trabajo como sostén de la vida social (se ha sabido que un par de frases las había sacado de la conferencia pronunciada con motivo de su último encuentro-té-canasta-bridge-y-otras distracciones a beneficio de las madres solteras asoladas por la inundación del Río Reconquista).
La cuestión es que, ya sea porque no encontraba una moneda lo suficientemente pequeña, o porque se entusiasmara con su labor a favor de los pobres, lo cierto es que su oratoria desbordó y comenzó a demorarse más de lo necesario. Y el mendigo reaccionó de una forma un tanto insólita y la escupió. En realidad se puso a escupir de un modo sistemático todas las baldosas que circundaban a la de la pomposa mujer.
En mala hora se le ocurrió. Ella lo tomó como la ofensa mas increíblemente desfachatada que sus ojos hubieren podido contemplar- repitiendo las palabras textuales que usó después. El escándalo fue mayúsculo y el relatarlo es penoso. Baste con decir que media hora después el mendigo iba demorado en un patrullero por promover un incidente en la vía pública. La celda no era mala, el día pasó rápido, frío no hacía pero el hecho puntual es que no comió. Al atardecer, con los primeros frescores fue dejado en libertad.
Al día siguiente, cuando trataba de encontrar un lugar donde poder asearse, se topó con un señor de mediana edad, de aspecto bondadoso, y traje de buen vestir. Rezumaba abundancia. Y comenzó a explicarle que en realidad lo que a él le sucedía es que de seguro nadie lo había contratado porque sus antecedentes lo hacían dudoso. Que le ofrecía la posibilidad de encarrilar su vida, que lo contrataría, etc. Lo peor del caso es que comenzó a seguirlo hablando sin cesar.
La mente del mendigo seguía buscando su lugar para el aseo, y el hombre bien intencionado que lo seguía sin dejar de hablar, hasta que sucedió lo inevitable. El andrajoso se dio vuelta y murmurando en forma ininteligible, se lo sacó de encima propinándole un severo empujón. Con tanta mala suerte que lo hizo frente a un agente policial que no dudó un instante en llamar al correspondiente móvil, que lo envió a pasar el rato a la seccional. No se puede decir que haya estado mal pero lo cierto es que nadie le ofreció comida.
Temprano se despertó, acuciado ya por un sensación cada vez más acentuada de debilidad. Cumplió, como cada día con sus pequeños ritos, pero con la idea implícita de saciar su tormento. Se dirigió a un bar con la idea de conseguir alguna sobra. No llegó lejos pues un funcionario lo detuvo en la puerta de un pituco restaurante adonde solía conseguir restos de vez en cuando. Supo de inmediato que era un funcionario porque nadie podría dudar un minuto de la condición de aquel sujeto. Si bien tenía una aspecto que recordaba al filántropo anterior, su ceño adusto y sus aires de importante seguridad en sí mismo lo hacían inconfundible.
El andrajoso hambriento bajó los brazos resignado. Sintió al verlo que no tenía escapatoria, como si lo hubieran sitiado adrede. Todos tenían un mismo e inevitable propósito. El funcionario comenzó a interrogarlo. Y él se resignó. Y escuchó, pero no respondió a las miles de preguntas que se le vinieron encima, como sanguijuelas de su ya atormentado cerebro. Que dónde vivía, que quien era, su nombre, datos filiatorios, edad profesión y otras cosas. Que de qué vivía y como quien no pregunta nada especial hizo lo realmente grave. Le preguntó para qué vivía. En ese momento el mendigo se transfiguró.
Como en un ataque de una extraña locura, lo corrió, entró al lugar y haciendo un alarde de agilidad saltó a la mesa más próxima, y de ahí saltó a la otra, hasta recorrer todas las del lugar. Luego se encaramó a la barra donde alcanzó a ver al encargado discando desesperadamente a la fuerza pública. Cuando esta llegó lo encontró balanceándose colgado en la enorme lámpara que presidía desde tiempos inmemoriales el lugar. Fue ella la que lo condujo hacia ellos al romperse en medio del estrépito y de la huida de toda la selecta concurrencia. Fue el caos total y es lógico suponer en donde terminó el día el haraposo descontento. Volvió a su lugar pasada la medianoche.
Al día siguiente, a mitad de la tarde, lo encontraron dormido. Con una sonrisa que quién sabe si no significaría que se daba por satisfecho.

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