jueves, 14 de mayo de 2009

Como todos los días



Aun mirando hacia abajo, el hombre tropezó con el cordón de la vereda. Soltó una obscenidad y se examinó el pantalón por si se había ensuciado. Nada.
Un lindo efecto: el sol enredándose en las amarillentas copas de los árboles. Y el toldo del bar daba una fresca sombra. Igual el día es una mierda, se dijo. Y se dijo también: Por qué la tengo que extrañar tanto. Por qué carajo. Más que extrañar, la añoro. ¿La añoro? Sí, la añoro. Se extraña a quien no se ve desde hace mucho, pero se añora a quien comparte la vida con uno.
¿Y esa distinción? ¿De dónde salía? Eran razonamientos raros, ajenos a un oficialito de la Federal. No sé, se dijo. No importa. La Policía me importa un bledo. Bastantes horas le doy. Lo verdaderamente difícil era entender por qué añoraba a quien veía a diario, a quien era parte de su vida.
A ella la añoro, a ella la extraño. ¿Qué más da?
Se alisó la ropa —iba de civil— y entró al bar. Quería un café caliente que lo reanimara. Como todos los días, debía esperar cerca de una hora antes de buscarla a la salida de Derecho. Sólo pensar en un capuchino caliente le devolvía el amor a la vida. Había elegido con cuidado el lugar: “Rond Point”, en pleno Palermo Chico. A ella no le parecía bien que entrara en cualquier “tugurio de mala muerte”, como solía decir. Y tenía razón: yendo a sitios de primera, él evitaba encontrarse con alguien que tuviera cuentas pendientes. Aunque nunca se sabe, pensó.
Esa chica era un sol. ¡Cómo lo cuidaba! Se notaba que lo quería.
Prestó atención. ¿Dónde sentarse? Miró a su alrededor y sopesó las posibilidades. Encontró un buen lugar al fondo, junto a una coqueta columna. Lo importante era que desde ahí podría triangular todo el boliche.
Le pareció que el mozo lo miraba con insistencia: acaso lo había reconocido como policía, a pesar de que iba de civil. ¿Lo miraba con desconfianza, además? Cargoso. ¿Y si se dio cuenta, qué? ¿Cómo qué? Que no pego en un lugar como este.
La voz del mozo lo sobresaltó:
—¿El señor se va a sentar en algún lugar en especial?
Claro, se había quedado parado como un estúpido pensando pavadas.
—Sí, sí. En cualquier lugar.
En cualquier lugar no: se sentó en un rincón bastante apartado, como queriendo disimularse detrás de la columna; la costumbre de buscar un sitio desde donde poder mirar todo el local. No terminaba de habituarse a lugares como ese, demasiados pitucos para un pobre agente. ¡Cómo lo joderían sus compañeros si lo vieran...!
—¿Qué se va a servir el señor? —el mozo miraba distraído su bandeja. Ni siquiera le ofreció la carta.
—Un capuchino.
—¿Algo más? —seguía sin mirarlo—. ¿Algo para comer?
—No, gracias.
—Disculpe la pregunta: ¿el señor espera a alguien?
—No, no —se apuró a contestar.
—En ese caso le pediré que se siente en una mesa para una sola persona. Estas la tenemos para cuatro.
Bien, se trasladó a la otra mesa. Se sentó con impaciencia y procuró tranquilizarse. Idiota. Mozo idiota. Pero ya no puedo irme. Ya tuvo lugar la “ceremonia” del pedido. Miró con detenimiento las maderas lustrosas de las paredes. Ella lo aprobaría. Otra vez el mozo interrumpió sus pensamientos.
—Su capuchino, señor.
Se apartó hacia atrás para que el mozo depositara su carga en la mesa. Al apoyar el vaso del capuchino, al tipo se le volcó un poco de la espuma. Torpe, además de idiota. Y encima ni se disculpó, más bien todo lo contrario:
—¿El señor tendría la amabilidad de abonar la consumición? —y esta vez sí lo miraba a los ojos.
Sin lugar a dudas, él desentonaba; pero de ahí a que se fuera sin pagar... No le hizo caso y sacó la billetera.
Mientras revolvía con la cucharita evitando hacer ruido, volvió a sus meditaciones.
No estaban pasando buenos momentos. Si sólo ella comprendiera que ese era su trabajo. Tenía que entenderlo. El hecho de arriesgar la vida era, en cierta forma, accidental: la mayoría de los policías se retiran con todos los huesos sanos, después de años de servicio. Además, él se ocupaba del papelerío de la comisaria. En una oficina le pagarían más, pero...
Estaba bien que ella se ocupara por su salud, pero no había que exagerar. También era cierto que, como ella decía, así era difícil vivir como un verdadero matrimonio. Imaginó la discusión:
“¿Y los chicos? ¿Tendrán un papá?”
“Claro que van a tener un papá. ¿Vos creés que los policías no tienen hijos, acaso?”
“Ja. Los policías no ven a sus hijos. ¿Cómo los van a ver, si laburan —error: ella no diría laburan, diría trabajan— veinte horas por día.”
“¿Y qué hago? ¿Cómo mantengo la casa si no es como poli?”
Punto muerto de la discusión.
Otra:
“¿Cómo explicarles, por ejemplo —ella era hermosa hasta cuando se enojaba—, que te mataron en acción? ¿Llevándolos a ver cómo me entregan una banderita doblada en cuatro?”
“Y yo qué sé, eso solamente lo vi en las películas. Pero me parece que a vos te molestaría más tener que explicar que me mataron, que el hecho de que me hayan matado.”
“Tarado que sos. A esta altura me molesta todo. ¿Cómo les explico a los chicos que papi no va a volver a verlos, y encima que lo cosieron a tiros por un sueldo que no alcanza para nada?”
No. Así no podrían tener hijos. Y ella los quería... En este punto la discusión terminaba y empezaba el llanto. Que no me entendés. Que sí te entiendo pero no sé qué hacer. Que no me querés. Que sí te quiero, tonta. Que no me digas tonta y que resuelvas todo este lío. Que ya vamos a ver.
Le llamó la atención el hombre que no bien entró pidió pasar al toilette: cierta vacilación sospechosa.
Calma, se dijo: ya veía chorros en todos lados. ¡Ah! Y estaba la cuestión de su familia, las relaciones sociales y todo eso.
“¿Cómo?”
“Sí, las relaciones. Nuestras relaciones. Y no estoy hablando de la cama”
Acá sí que él pondría cara de tonto.
“De nuestros amigos hablo. Todos tienen buenos trabajos, plata, autos como la gente, viven en countries, etcétera.
“Sí, claro. Etcétera.”
“¿Perdón? —sus ojitos llorosos y soprendidos—. ¿Perdón?”
“Que tus amigos, mi querida, tienen cara de etcéteras. Son todos iguales. Todos etcéteras”
“Ahá. Faltaba eso nomás. Agarrártelas con mis amigos. Con nuestros amigos. Ahí está la madre del borrego.”
“La que está ahí es la madre de Dorrego”
“¿Qué? No seas tan ordinario”
“Y vos no seas tan tonta”
Más llanto. Lágrimas, reproches y más lágrimas.
Era un hecho: ligado a maleantes todos los días, él perdía roce. Ya no sabía comportarse de manera amistosa ni rodearse de amigos. Y sin contar con que llegaba demasiado cansado, sin más ganas que tirarse en el sillón. Ella lo atendería entonces, si podía olvidarse por un rato de todo eso de los libros y de la facultad. Y bien, él no tenía ganas de ver a nadie; ella le bastaba, sólo ella.
Como en un sueño, vio al recién llegado salir del baño y dirigirse a la caja. “Siempre ves asesinos en todos lados —ella se enfadaría al ver que mezclaba la profesión con un momento de tranquilidad—. ¿No podés quedarte tranquilo un rato? ¿Que hacés mirando la zona de los baños?” —a una chica de su clase ni siquiera se le ocurriría echar un vistazo a la zona de los baños.
Como fuese, el sujeto sacó una pistola y apuntó alternativamente al encargado del lugar y a los pocos clientes que había en la barra. Él siempre había pensado que ante una situación así lo invadiría una catarata de adrenalina pura; nada de eso: sintió fastidio, como un abogado ante la obligación de redactar un largo escrito. Lentamente, cumpliendo un antiguo ritual, se levantó desenfundando la Browning.
—¡Quieto! ¡Policía!
Y apuntó al hombre, que a su vez lo encañonó.
El mozo lo miró con cara de “yo pensé que vos eras el chorro”.
Las miradas, las armas, tenían una recíproca dirección; en cambio, los pensamientos de él volaron una vez más hacia ella: ¿qué pensaría si lo viera ahora, con un sujeto apuntándole al corazón…? Se desmayaría, seguro.
Aunque discutían cada vez más seguido, lo único que ella buscaba era su bien. Enamorada y todo, además quería una familia.
“¿Tan difícil es trabajar en un lugar normal, sin necesidad de jugar a los héroes?”
“¿Qué juego, nena? Si la comisaría es puro trabajo de oficina. Puro aburrimiento.”
Pero estar frente a frente con un tipo que te apunta ni es aburrido ni parece un juego.
Él avanzó unos pasos, sin bajar la Browning. Le hablaba, le decía lo de rigor, lo que les habían repetido hasta el cansancio: que te entregués, que no hagás locuras, lo de siempre. Los ojos del hombre eran su guía. Iba mal. A unos diez pasos, esos ojos le dijeron que no avanzara más o produciría el desastre.
De reojo advirtió que no le quedaba tiempo. Ella salía siempre en punto. No podía hacerla esperar. Por otra parte la situación no mejoraba. El otro, muy pendejo, se veía desbordado. Sus ojos mostraban paulatina desesperación, en cualquier momento perdería la calma. ¿Cómo explicarle que lo dejaría ir? Que no le interesaba el asunto y que, incluso, le causaba un trastorno porque estaba en juego la razón misma de su existir. Que tenía un problema mayor que el de un simple chorro sin experiencia. ¿Por qué le hacía esto?
Y los tiros se oyeron al unísono.
Nadie podría decir quién disparó primero. Se vio a uno de los hombres caer desparramando mesas y sillas, y al otro darle instrucciones al tipo del bar. Que llamara a la policía y esas cosas. Siempre lo de rigor. Él se comunicaría luego. Ahora tenía una cosa que hacer.
Salió a la calle, desaforado. Le explicaría y ella entendería. Le quedaban escasos tres minutos y cinco cuadras. Recuperando aliento en la vereda de enfrente, se preguntó por qué se retrasaba su amor imposible.
Entonces, como todos los días, los vio salir de la facultad.Ella, como todos los días, perfecta y radiante. Como todos los días, del brazo del otro. El verdadero, el marido. Teniendo para él, apenas, una mirada circunstancial. Como todos los días.

3 comentarios:

  1. Señor GatoNegro, está usted muy flojo para escribir. Espero todos los días algún nuevo cuento, algún soneto y nada.
    ¿Y que pasó con su columna? Es muy buena.
    Saludos

    ¿Está de vacaciones? No se tarde.

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  2. ... un arranque trabado, para el cero a cero. En el nudo los cambios justos. Y un final gustando, ganando y goleando.-

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  3. Muy bueno, Diego! Podrías dedicarte a escribir cuentos...

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